En la década del 80, años en los que la dignidad brotaba de los poros nacionales y populares, en un pasillo de Ezeiza, justo antes de la zona de embarque, había un puesto de la aduana.
En esos años gloriosos no se podía salir del país con ningún artículo de electrónica sin denunciarlo antes a la aduana o te arriesgabas a comerte un garrón de aquellos al volver, intento de sacarte una coima incluido.
Te preguntaban “¿lleva algún artículo electrónico?”, si la respuesta era afirmativa, había que volver hasta el puesto de la aduana, en el que un empleado de delantal blanco escribía a mano en la parte de adentro de una de las tapas del pasaporte “cámara de fotos Pentax, número de serie tal y cuál”, la fecha, firma y sello.
El gran problema era que la mayoría de las veces el puesto estaba cerrado, no había nadie. Ni siquiera durante los horarios de mayor movimiento de vuelos. En definitiva, la gente que viajaba con cámara o filmadora (en esos años no existían las laptops ni los teléfonos celulares) se quedaba con el temor de la franela que le esperaba al volver.
Por eso me resultaba absolutamente incomprensible en esa misma época – y ahora – el convencimiento de tantos argentinos de que el mismo estado/gobierno que no es capaz de administrar con un mínimo de eficiencia un puesto de la aduana – estamos hablando de una mesa plegable, dos sillas, una lapicera Bic, un sello de goma y almohadilla, regenteado por un empleado de delantal blanco – en un pasillo del aeropuerto de Ezeiza está perfectamente capacitado para manejar no una sino varias líneas aéreas, empresas de ferrocarriles, canales de televisión, una compañía petrolera, la generación y distribución de energía, sistemas de agua potable y cloacas y conglomerados de telecomunicaciones, entre tantas otras cosas.
Y lo que pasa es que nunca se trató de una cuestión racional, nunca tuvo que ver con un análisis de costo beneficios, sino con lo testicular/ideológico. Es preferible toda la vida el fracaso con el estado que la posibilidad del éxito de la iniciativa privada.
El objetivo de los tipos es el placer que les da mandar, decirle a los demás qué hacer, dónde y cómo. Si eso lleva al éxito o al fracaso, los tiene sin cuidado. Éxito para ellos equivale a poder seguir mandando, no necesariamente que la gente viva mejor gracias a sus gestiones. Para los tipos el poder no es el medio, sino el fin de su carrera política.
ReplyDeleteMe extraña araña, esos puestos en los que llueven a granel las cometas siempre han sido temporarios y se otorgan a modo de premio para alguien a quien se le hace el favor de permitirle recaudar todo lo que pueda durante su estancia allí. Ahora mismo es exactamente igual.
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