El enemigo común
Por Juan Fernando Carpio
Durante casi 170 años una sencilla pero elemental confusión de términos ha creado una y otra vez pobreza y desesperanza para Latinoamérica. Lo que la izquierda estatista llama aquí Capitalismo es -y nunca dejó de ser- el viejo enemigo de los liberales del siglo XIX: el mercantilismo.
En ambos sistemas existen empresarios, aunque en el segundo estos dedican más tiempo a dejar fuera a sus potenciales rivales mediante la telaraña de leyes que caracterizan las legislaciones de nuestros países. Eso, en vez de atender las necesidades de los consumidores de mejor manera, en un marco de competencia y libre entrada a ese mercado. En ambos sistemas existen gobiernos; en el primero sus funciones están limitadas a la defensa de la vida y la propiedad pacíficamente adquirida; en el segundo, el gobierno es dispensador de seudoderechos, recursos ajenos y permisos exclusivos. En el mercantilismo cada iniciativa humana debe emprenderse con la venia de alguna entidad burocrática y usando ‘palancas’.
¿Por qué se ha confundido a ambos sistemas? Por ignorancia o simple mala fe. Es por no entender que la rivalidad empresarial beneficia a la población en general y a los propios empresarios a mediano plazo. Como en Chile o México, donde con la total apertura competitiva de muchas industrias ahora esos países tienen empresas locales de clase mundial, pero no por ‘apoyarles’ o ‘darles tiempo a prepararse para competir’, sino precisamente por dejarles solas, frente a frente con el consumidor, sus necesidades, y otras empresas de todo el mundo que también quieren servirle. Hay ignorancia en pensar que la información social dispersa y cambiante puede ser trasmitida y utilizada mejor por una oficina burocrática y un acuerdo ministerial, que por emprendedores sumergidos en la actividad productiva. Estos últimos sí responden a los cambios en la disponibilidad de recursos escasos para producir más cada año, a través del mecanismo de coordinación que es el sistema de precios. Y hay mucha gente con ánimos de vivir en una sociedad honesta, que sin embargo, por desconocimiento de los principios económicos y la historia, se alinean en la izquierda estatista frente al cinismo y la corrupción que trae el Mercantilismo a cualquier sociedad.
La mala fe está, en cambio, en quienes se nutren del mercantilismo y no quieren que sepamos que hay una opción diferente y que aquella otra no genera corrupción. Hay mala fe en quienes prefieren un cargo en el Estado y viven de crear trabas para vender luego facilidades. Pero eso no es capitalismo: no es igualdad ante la ley, no es libre ingreso a una industria, no es innovación ni servicio al público. Es servir a los servidos de siempre, a las empresas mañosas que se ríen en nuestra cara porque el ‘proteccionismo’ nos desprotege ante ellas, y a los apologistas de las ‘regulaciones’ que nada regulan, aunque se las defienda en ministerios y algunas universidades. El mercantilismo es nuestro enemigo común y hay que empezar a llamarlo por su nombre si queremos algún día tener un presente mejor.
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