¿Falacias del Siglo XXI?
Dic-13-04 - por Antonio Camou*
Durante buena parte del siglo XX la Argentina vivió encadenada a una falacia: siempre había una "buena" razón para no respetar el orden democrático.
A derecha e izquierda, a ultraderecha y a ultraizquierda, nunca faltaron actores organizados que justificaban tomar caminos contrarios al de las instituciones representativas mediante coartadas de diferente tenor: subordinar alguna que otra provincia díscola, acabar con la corrupción, la politiquería y la "chusma", acallar a una oposición de irreductibles "contreras", "libertar" al país de la demagogia, salvarlo del comunismo, desarrollarnos con mayor celeridad y eficiencia, avanzar hacia la patria socialista, erradicar la subversión, y todos los trágicos etcéteras conocidos.
Siempre había oportunas y excepcionales razones "substantivas" que nos autorizaban a pasar por alto el abstracto "formalismo" de los marcos institucionales. Pero lo que pretendían ser atendibles razones de corto plazo, terminaban desembocando indefectiblemente –en el mediano plazo- en resultados políticos, económicos y sociales cada vez peores. Así nos fuimos aislando y retrasando, y empezamos a perder el tren del mundo. Desde 1983 hasta ahora parece que algo hemos aprendido. El problema es que en el horizonte aparece una nueva falacia que está comenzando a brillar con intensidad: siempre hay una "buena" razón para no respetar el orden jurídico, el estado de derecho.
El funcionamiento falaz del mecanismo es penosamente simple: en el corto plazo, cruzar un semáforo en rojo nos trae un beneficio inmediato, porque ahorramos tiempo y si tenemos suerte llegamos más rápido a destino. Por lo tanto, siempre tendremos a mano algún justificativo para atravesar la calle con luz prohibida. Pero cuando esa conducta se generaliza, la ciudad se vuelve un caos insoportable, cercano al hobbesiano mundo en el que todos luchan contra todos, y la vida se vuelve "solitaria, pobre, tosca, brutal y breve".
Día tras día encontramos numerosos ejemplos de incumplimientos legales salidos de las páginas de los diarios o retratados en los espasmódicos flashes televisivos. De todos modo, el problema más serio no se localiza en el hecho mismo de las infracciones a las normas, que no es poco decir; la herencia más gravosa que transmitimos se produce cuando dirigentes políticos, intelectuales y formadores de opinión apañan o promueven el incumplimiento como política activa. Y esto adquiere ribetes más preocupantes aún cuando son los propios funcionarios públicos, quienes están obligados a hacer cumplir la ley, los que incurren en dichas acciones. Hay algo de pose, de esnobismo, de ignorancia, de enrevesadas motivaciones ideológicas, y por cierto, mucho de irresponsabilidad en tales conductas.
Como botón de muestra baste considerar el acto de "respaldo" a Luis D’Elía que el lunes 29 de noviembre protagonizaron encumbrados funcionarios gubernamentales, legisladores nacionales y dirigentes cercanos al kirchnerismo. Recordemos los hechos. El 25 de junio de este año fue asesinado el dirigente barrial Martín "el Oso" Cisneros, ligado a la corriente piquetera que encabeza D’Elía , diputado provincial y líder de la Federación de Tierra y Vivienda (FTV). Horas después, y al frente de un nutrido grupo de seguidores, D’Elía y los suyos coparon, y virtualmente destruyeron, la Comisaría 24 de La Boca. Según pudo verse en directo a través de la televisión, los piqueteros reclamaban la inmediata detención del que consideraban el asesino: Juan Carlos Duarte, un vecino del barrio que -según denunciaron miembros del FTV- gozaba de una supuesta protección policial. En la actualidad, Duarte es uno de los dos detenidos por el asesinato de Cisneros. Días después del episodio, se conoció el testimonio de la Jueza de Instrucción María Angélica Crotto, quien denunció que altos funcionarios del gobierno nacional, concretamente Norberto Quantín y José María Campagnoli, obstaculizaron el cumplimiento de una orden suya para que se desalojara la seccional.
Hace unas semanas, y según información de prensa, el Juez Federal Jorge Urso pidió la detención y el desafuero de D´Elía, que goza de inmunidad parlamentaria. El juez citó al dirigente para que responda por una decena de delitos, entre los que se destacan: coacción agravada, lesiones, privación ilegal de la libertad, robo, daños calificados e intimidación pública. En la misma línea, los fiscales Horacio Comparatore y Patricio Evers solicitaron que se cite a declaración indagatoria a 36 piqueteros que participaron de la toma de la comisaría, entre los que está D´Elía, pero también convocaron a la jueza Crotto, y a varios funcionarios que habrían desobedecido la determinación del desalojo, entre los que se encuentran Quantín y Campagnoli, que también poseen inmunidad, pero por razones judiciales.
Al lado de otros gravísimos problemas que enfrenta el país, esta causa puede ser un hecho menor y hasta anecdótico, pero como el Aleph borgiano tiene propiedades mágicas: es un prisma para mirar toda la Argentina. No falta casi nada: el oscuro homicidio de un luchador social, hijo de la militancia y la pobreza, la posible participación policial en el hecho, el prejuzgamiento de D’Elía y los suyos, que se arrogaron el derecho de actuar como brazo armado de la justicia, el involucramiento del poder político entre la actuación judicial y las fuerzas de seguridad, la posterior participación de un juez que –según se dice- llegó a su cargo de la mano de sólidas vinculaciones políticas pero con escuálidos antecedentes jurídicos, el laberíntico trámite de inmunidades, y ahora, la politización total del asunto con un acto de respaldo a D’Elía, encabezado por dirigentes de primera línea, en el que se impulsó el juicio político al juez Urso.
Entre los participantes al acto, que entre otros contó con la presencia del diputado nacional Miguel Bonasso y la interventora en el PAMI, Graciela Ocaña, se destacó la actuación del Secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde, quien según sus propias palabras asistió en calidad de "dirigente político", y no como "funcionario nacional". Las particularidades ontológicas del Sr. Duhalde superan las más barrocas construcciones del llamado "doble discurso". En su fingida existencia como "funcionario nacional", tal parece que el Sr. Duhalde debe resignarse al cumplimiento ritualista de las leyes, al fin de cuentas para eso se le paga, pero en su verdadera realidad como "dirigente político" haría lo que le dicta su auténtica identidad: tergiversar los hechos, utilizar un lenguaje orwelliano para hacernos creer que lo que pasó en verdad no pasó, y disimular el incumplimiento de las leyes.
Corresponde aclarar que no soy jurista para analizar todas las aristas legales del caso, y tampoco es mi intención sumergirme en la médula del entuerto, pero algunas estratagemas discursivas del contexto se rinden ante un análisis de sentido común. Se nos dice que la intervención dialoguista de funcionarios gubernamentales en la toma, desconociendo la orden de desalojo cursada por la jueza Crotto, evitó males mayores; es muy probable, y habrá que destacar políticamente el punto. Pero eso no exime de responsabilidad a los funcionarios por el incumplimiento, ni puede ocultar el hecho de que la toma es en sí misma un delito. Se nos dice que no se puede separar la toma violenta de la Comisaría del indignante asesinato de Cisneros; muy cierto. Pero en el mejor de los casos estaríamos hablando de un elemento que nos permite comprender la comisión de un delito, quizá un atenuante, y como tal esto lo deberá establecer la Justicia y no los propios implicados o sus padrinos políticos. Aceptar livianamente que ser víctima directa o indirecta de un crimen autoriza a la utilización discrecional de la violencia nos puede llevar por callejones de funesta salida. Se nos dice que la intervención de D’Elía evitó males mayores. Pero ¿qué se nos está diciendo exactamente? ¿se evitó el linchamiento de algún policía? ¿se impidió que un tribunal a mano alzada ejecutara al supuesto asesino de Cisneros? ¿Es posible aceptar que el no haber llevado a cabo crímenes mayores exime de sanción por delitos de menor cuantía?. Será muy instructivo para la salud de República el conocer las respuestas puntuales que diferentes sectores dan a estas preguntas.
También vale la pena destacar que si cargo las tintas sobre D’Elía y sus aliados es porque en la actualidad son quienes detentan un evidente poder político, y gozan de los favores presidenciales. No me extrañaría que mañana Alberto Kohan, Carlos Corach o Fernando de las Rúa –tres dirigentes caídos irremediablemente en desgracia, y por excelentes razones- terminaran presos por no usar el cinturón de seguridad, o hacerle burla a una maestra jardinera. La politizada justicia argentina suele ser bastante estricta a la hora de hacer leña de árboles que andan por el suelo, pero quizá es un poco más morosa si tiene que hacerle una boleta por mal estacionamiento a la Primera Dama. A nadie le cuesta encontrar, en diferentes momentos de nuestra historia, ciertas categorías sociales que han disfrutado el privilegio de ubicarse por encima de la ley y la justicia: empresarios, militares, sindicalistas, y todos los amigos del gobierno de turno suelen encontrarse entre los agraciados.
En definitiva, incumplir la ley, promover ostensiblemente su incumplimiento, y aplicarla sesgadamente son males que a la larga agravan todos nuestros problemas, y no solucionan ninguno de los padecimientos que nos aquejan. Nos llevó buena parte del siglo XX comprender que era mejor para todos respetar el orden democrático que no hacerlo. ¿Nos llevará otra centuria promover el respeto al estado de derecho?
*El Dr. Antonio Camou es Director del Departamento de Sociología de la UNLP y Profesor de la Maestría en Administración y Políticas Públicas de la Universidad de San Andrés.
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