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Un show que le salió mal al presidente Kirchner
Carlos Escudé
Es mucha la gente que suponía que el alienamiento del gobierno argentino actual con la Cuba de Fidel Castro obedecía a simpatías ideológicas. Sólo la afinidad con una escala de valores que subordina las libertades cívicas a otros objetivos parecía poder explicar la falta de solidaridad con las víctimas de abusos flagrantes a los derechos humanos. Por cierto, cuando el 15 de abril de este año, en el seno de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Argentina optó por la abstención frente a una moderada resolución que desaprobaba la conducta cubana en este terreno, demostró desaprensión por los 75 disidentes—principalmente intelectuales y periodistas—que habían sido arrestados en marzo de 2003: todo lo contrario de lo que se pretendió construir ahora, con la súbita preocupación por la felicidad de una familia cubana.
En aquella ocasión tanto el gobierno socialista de Chile como la Unión Europea en pleno, sensibilizados por estas violaciones, habían apoyado la resolución de censura, pero no así la administración de Néstor Kirchner. La abstención argentina se justificó en el principo de no intervención en los asuntos internos de los Estados, en el alegato de que Cuba no es el único país de las Américas que viola los derechos humanos, y en que un voto contra Castro no contribuiría a mejorar la situación en la isla. En aquel entonces, Roger Noriega, secretario de Estado adjunto para asuntos del hemisferio occidental de los Estados Unidos, interpretó que nuestro país había dado “un giro a la izquierda”. No estaba solo. Esta parecía la interpretación racional de esta y otras dimensiones de la política exterior argentina.
Los últimos acontecimientos, sin embargo, parecen demostrar que independientemente de cuál sea la ideología de nuestro gobierno, su política exterior no puede explicarse desde lo ideológico. Por cierto, el episodio en torno de la Dra. Hilda Molina contradice las suposiciones anteriores.
Repasemos los hechos. La Dra. Molina es una eminente ex simpatizante del régimen castrista cuyo hijo y nietos viven en la Argentina. Castro no la deja salir y por esta razón sus nietos no la conocen. Frente a esta situación, que (salvo la notoriedad de la abuela) no es diferente de la de miles de otros familiares de disidentes y residentes victimizados por el régimen, el gobierno argentino decidió intervenir.
Al hacerlo, violó su compromiso previo con el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados. Desmintió lo que adujo en Ginebra. Pero su intervención no fue la gestión discreta inspirada por una repentina conversión al humanitarismo. Por el contrario, con un plumazo plasmado en carta demagógica, el presidente argentino intentó montar un escenario en el que él fuera el artífice de una reunión familiar que hubiera demostrado que el denostado dictador podía ser ablandado por un caudillo patagónico.
Este fue un show que salió mal. Kirchner subordinó incluso el resultado de su gestión al golpe de efecto de la carta enviada a Castro. Con ello traicionó también a los nietos de la Dra. Molina.
Después las cosas se desmadraron. El sainete es conocido y no requiere de resúmenes. Pero lo importante es lo que el episodio enseña. Esta política exterior no está guiada por la ideología. Tampoco está inspirada en una concepción razonada del interés nacional de largo plazo. Lo que une la abstención en Ginebra con el grotesco de la Embajada es la búsqueda de protagonismo. Se trata simplemente de la manipulación de la política internacional en aras de objetivos internos y de lucimiento personal.
Es la muerte de la política exterior.
Para La Nación, 19 de diciembre de 2004
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