Mar 31, 2005

Argentina, un país sin acuerdos mínimos

(Roberto, un amigo de Ecuador, me manda este artículo por mail, creo que vale la pena, muy relacionado con lo que venimos hablando de los sistemas de valores)

Argentina, un país sin acuerdos mínimos

En Argentina en los últimos años se ha venido dando un fenómeno generalizado, que ya podríamos calificar de epidemia: el del cansancio crónico. La mayoría de la gente se ve cansada, frustrada, agotada. Cualquier propuesta o emprendimiento nuevo, si excepcionalmente se lleva a cabo, se encara con mucho recelo, intentando no poner en ellos muchas expectativas. Los argentinos sentimos que todo nos “cuesta mucho” y no nos estamos refiriendo particularmente a los costos monetarios ni al impacto de la inflación.

Un día cualquiera, con un plan sencillo, puede convertirse en un mal sueño para uno cuando sale a la calle. No sabemos si funcionará el subte, si el colectivo nos hará esperar veinte minutos en la parada, si el tránsito no estará cortado porque –sin previo aviso- se ha decidido repavimentar una avenida por tercera vez en dos años o porque una marcha de piqueteros ha decidido ese día interponerse en nuestro camino. Tampoco sabemos cuándo podremos cruzar la calle, cuándo finalizará un trámite que iniciamos hace tiempo, si no nos van a pedir un “cargo extra” por un servicio ya comprometido y podríamos seguir con la lista.

Vivimos en la más profunda incertidumbre, pero no ya en términos globales sobre el destino de nuestro país y sus habitantes sino apenas sobre nuestro destino personal en los próximos minutos. Esta situación implica que cualquier empresa que iniciemos –ya sea encontrar una forma relativamente segura de invertir nuestros ahorros o el intentar llegar al otro extremo de la ciudad- puede representar una costosa aventura que nos deje literalmente agotados al final del día.

¿Cuáles pueden ser las razones de semejante estado de cosas? y ¿cuáles son las consecuencias mediatas e inmediatas del mismo?

F. A. Hayek plantea, en su obra Derecho, Legislación y Libertad (1973), la idea del orden social como un “orden espontáneo” que, a grandes rasgos, sería un orden indeliberado, abstracto, complejo y sin finalidad concreta, distinguiéndolo así de un orden planificado que sería deliberado, concreto, simple y con una finalidad determinada. No podríamos aquí desarrollar este concepto con profundidad pero si decir que este tipo de orden evolutivo, basado en una serie de elementos y reglas no conscientes o articulables y que conocemos mayormente a través de nuestra experiencia personal y parcial, es el que nos permite formular planes y crear expectativas respecto al comportamiento de los otros. En este sentido, en palabras de Hayek, sin este orden los individuos no podrían llevar adelante sus planes ni satisfacer sus más básicas necesidades.

Una conjetura similar nos brinda Douglass C. North en su obra Instituciones, Cambio Social y Desempeño Económico (1993) cuando discute la cuestión de la cooperación en el orden social. North define a las instituciones como a las limitaciones que los individuos se autoimponen y distingue dos tipos de instituciones que funcionan conjuntamente en la sociedad: las instituciones informales y las formales. Las primeras son más generales y más “invisibles” que las segundas pero no por eso menos fuertes. Por el contrario, las instituciones informales son las que permiten la interacción entre los individuos de forma más previsible y con menores costos de transacción.

Podríamos nombrar muchos ejemplos, tales como el lenguaje, las costumbres sociales, las pautas morales, las relaciones familiares y muchas más. Estas, aunque no hayan sido diseñadas explícitamente, por ningún individuo o grupo de individuos en particular moldean las interacciones y de alguna manera, nos permiten explicar, siguiendo a North, cómo se interpretan, adaptan, aplican y funcionan las instituciones formales (leyes, reglas explícitas, organizaciones, etc.) en una comunidad.

Es así que podemos entonces ensayar una respuesta a nuestra primera incógnita. Creemos que el mayor problema en nuestra comunidad actualmente, no está dado por el mal funcionamiento de las instituciones formales sino, en cambio, por la casi inexistente red de instituciones informales comunes. No compartimos los mismos códigos, no valoramos de la misma manera los mismos actos, no tenemos un código común de pautas sociales, no interpretamos las reglas formales de la misma forma. No podemos conformar, entonces, un “substrato cultural común” que nos posibilite bajar los costos de transacción en nuestras interacciones cotidianas y fundar las bases de instituciones formales que funcionen plenamente.

Frente a la incertidumbre y la desesperanza solemos ensayar soluciones formales, tales como abruptos cambios en la legislación, reemplazo de funcionarios, creación de nuevos códigos y organismos y muchas otras más. Pero, rápidamente, vemos como todos estos cambios “formales” o “deliberados” caen en saco roto cuando se ponen en práctica y como nuestro “cansancio crónico” se hace nuevamente presente. Vivimos esta misma decepción cuando descubrimos que muchos países que tienen una mayor coordinación social y un mayor crecimiento de la riqueza, comparten muchas de nuestras instituciones formales.

¿Cuáles son las consecuencias, entonces, de tal estado de cosas?

Las primeras y más inmediatas, son simples de describir: la profunda incertidumbre en la que vivimos, nos lleva a afrontar altísimos costos (monetarios, de información, para hacer cumplir las reglas, etc.) al momento de intentar llevar adelante nuestros planes. A su vez, no podemos coordinar fluidamente nuestras actividades con las de los demás, lo que implica que haya una serie de planes que directamente no se encaren o se los encare parcialmente. Malgastamos recursos, damos muchos pasos en falso, no crecemos, etc.

Pero conlleva, a su vez, graves consecuencias mediatas: se ha instalado la desconfianza entre los individuos y esto implica una falta casi total de ánimo asociativo. Estro implica menos interacciones y menos posibilidades de crecimiento. Nos enfrentamos muchas veces a la imposible situación de tener que “explicar lo obvio” (al menos, lo obvio para nosotros). En conclusión, estamos desarrollando una confusa estructura de incentivos dado que no tenemos claro cuáles son las conductas “alentadas” o “desalentadas” socialmente y por lo tanto vamos dando “tumbos” en nuestro camino, molestando, a su vez, a otros individuos en sus propios recorridos.

¿Existe alguna solución?

Dado el panorama, ninguna solución simple es posible. Un cambio institucional tan importante no se da de un día para el otro y mucho menos si no representa un problema consciente para la mayoría de los individuos. El ser conscientes del problema nos podría ayudar a comenzar al menos un camino de acuerdos indeliberados donde se restablezca la confianza entre los individuos y por lo tanto la posibilidad de planes individuales y conjuntos. Si compartiéramos ciertas pautas comunes, no deberíamos destinar tantos recursos en la relación con los otros y esto facilitaría la multiplicación de las interacciones. Por último, un conjunto de instituciones informales compartido, implica también una estructura de incentivos, donde determinadas conductas van a ser socialmente apoyadas y otras desalentadas.

No queremos con esto proponer una suerte de homogeneización de la sociedad. Por el contrario, creemos que donde se puede respirar civilidad se hacen patentes las muy diversas opiniones, elecciones y proyectos de cada uno. Pero creemos imprescindible el desarrollo de un “mínimo” de coincidencia que es lo que permite que se exprese libremente este “máximo” de diferencias.

Y es aquí, en el ámbito de las instituciones informales donde se hace más evidente la necesidad del ejercicio de la libertad, la responsabilidad individual y una fuerte constitución moral. Si comenzamos ejercer firmemente nuestro poder de valorar y de crear lazos de confianza con nuestros semejantes más cercanos, quizás podamos de a poco, ir reconstruyendo nuestra red de nexos, reglas comunes e instituciones informales. Para ello, no necesitamos de decisiones políticas, de gobiernos o grandes líderes, ni reformas legislativas, ni grandes ayudas del exterior, ni créditos, sino simplemente la decisión individual de cada uno de nosotros de restablecer un contacto confiable con el otro.

Eliana M. Santanatoglia

Investigadora Jr.

Departamento de Investigaciones de ESEADE

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