Thirty years from now, when you're sitting around your fireside with your grandson on your knee and he asks you, "What did you do in the great World War II," you won't have to say, "Well... I shoveled shit in Louisiana."
George S. Patton
Ayer veía en la tele el desfile de veteranos canadienses de la Segunda Guerra Mundial en un pueblito de Holanda. Según comentaba el periodista, para castigar a la resistencia, los nazis habían limitado el racionamiento de los habitantes a unas 500-600 calorías por día. Los holandeses de ese lugar estaban a punto de morir de hambre en masa.
Sólo los salvó la negociación personal de las tropas canadienses que llegaron a un acuerdo con los alemanes para entregar comida a esta pobre gente. Impresionaba ayer el cariño con que la gente saludaba a los veteranos.
Me encantaría que alguna vez Argentina sea sinónimo de la defensa irrestricta de la democracia, la libertad y los derechos individuales en el mundo, y que demeustre un compromiso irrenunciable e inequívoco con todo lo bueno y positivo del mundo, con el legado de occidente, con la modernidad. Lejos de todo esto, hemos vuelto al tercermundismo de los gloriosos 80s de Alfonsín y Caputo, abrazados a Fidel y Kaddafi, ahora Chávez, y apoyando cuanta causa antioccidental haya en el mundo.
Es una enorme paradoja que un país como el nuestro, que se mantuvo neutral hasta último momento en ese conflicto, con clara simpatía pronazi, al mismo tiempo haya abierto las puertas de par en par a cientos de miles de refugiados, judíos y no judíos, mucho más que Canadá, por ejemplo, que ponía serias trabas para los desplazados de ese origen.
¿Por qué esta constante ambivalencia? Nunca voy a terminar de entender por qué estamos permanentemente jugando en el límite de la civilización y la barbarie y nunca nos terminamos de decidir de qué bando estamos.
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