Por lo que vengo leyendo, es claro que muchos de los analistas y gente común que opina sobre EEUU, Irak y la lucha contra el terrorismo parecieran no tomar en cuenta un sencillo dato de la realidad: Estados Unidos es un país en guerra.
Podemos estar o no de acuerdo con esta visión, nos puede gustar o no, parecernos más o menos acertada, pero no podemos darnos el lujo de ignorarla. La única superpotencia mundial, la mayor máquina bélica de la historia de la humanidad, el primer productor de ciencia y tecnología, el mayor mercado del mundo considera que está en guerra y actúa en consecuencia.
Si tomamos en cuenta este dato, las políticas de este país y las interpretaciones que podemos hacer de ellas adquieren otra dimensión adicional. Pensar que un país que supera en gasto militar a los 9 países que lo siguen, con un nivel de tecnología que prácticamente hace imposible las acciones coordinadas con fuerzas extranjeras, aún de las más avanzadas del mundo, va a asumir un rol pasivo ante la agresión terrorista es de una candidez muy peligrosa.
Por eso mismo es que no deja de sorprenderme las críticas que se hacen a EEUU sosteniendo que debería dejar la iniciativa de su seguridad nacional a organismos supranacionales como las Naciones Unidas. En lo personal, me encantaría que las incursiones militares fueran innecesarias y que los terroristas depusieran las armas, o por lo menos renunciaran a la matanza de civiles desarmados. Las fantasías utopistas son hermosas, pero creo que es una irresponsabilidad altamente peligrosa actuar como si fueran realidad.
Este es el punto de vista de Marcos Aguinis en La Nación de hoy. Podrán decir lo que quieran, pero me parece que tiene razón:
La autoinculpación es peligrosa para la supervivencia de la civilización, porque ya ha conseguido algunos éxitos. Entre ellos, que a los criminales suicidas se los llame kamikazes o militantes. También, que se urdan justificaciones para sus horribles asesinatos masivos. En consecuencia, seremos responsables por haberles brindado atenuantes que no contribuyen a disminuir su virulencia, sino a incrementarla. La memoria humana comete fechorías, como por ejemplo hacernos olvidar que también el nazismo esgrimía racionalizaciones para pretender venganza, "espacio vital" y limpieza étnica. También se lo quiso entender e incluso satisfacer con concesiones. Chamberlain y Deladier creyeron que así salvaban la paz del siglo. Pero sólo consiguieron poner al desnudo la debilidad y lentitud de las democracias. El nazismo no devolvió atenciones cordiales, sino redoblados ataques que llevaron a la ruina de Europa. Si el ingenuo Chamberlain, en lugar de revolear su sombrero ridículo, hubiera ordenado responder con la máxima severidad a las insolencias de Hitler, la humanidad no hubiera perdido tantas vidas. Tuvo que hacerlo Churchill, pero era tarde.
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