Una de los aspectos más llamativos del nuevo paradigma de la producción y del progreso que se puso en marcha en el país después de los penosos eventos de diciembre de 2001 es que lo quieran vender como novedoso y que mucha gente se lo crea.
Puedo entender que un taradito progre de 20 y pico no se acuerde de todos estos experimentos, pero que se lo trague un señor de mi edad o mayor, de barba y bigote, casado y con hijos es sinceramente patético. Ni que hablar de los supuestos expertos y analistas, que deberían tenerla un poco más clara que el común de la gente. Para eso les pagan.
Roberto Cachanosky lo vuelve a explicar en su última columna. Todo esto no es más que la reedición de las viejas políticas que se vienen poniendo en práctica de una forma u otra desde hace más de 50 años en el país. Una película que ya vimos varias veces antes. Siempre que las intentamos terminaron igual, sin excepciones. Es más, siempre terminaron igual en todos los países del mundo donde se las puso en práctica. La gran pregunta no es cómo sino cuándo.
Por eso insisto que nuestro problema es cultural. Si a sabiendas seguimos intentando las mismas políticas que fracasaron una y otra vez, verdaderas fábricas de miseria y atraso, debe ser porque nos gusta vivir así. Como el borracho que no puede largar la botella a pesar de saber que lo está matando, lo nuestro no es producto de un análisis racional de la realidad. Somos así.
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