Insisto con que en economía se puede hacer cualquier cosa menos dejar de pagar las consecuencias. A partir del golpe de diciembre de 2001, los argentinos hemos redescubierto el atroz encanto de volver a vivir al margen de la realidad. Abrumados por lo cotidiano, nos hemos vuelto a refugiar en el mundo de la fantasía. Eso si, convencidos de que no sólo esta vez nos sale bien la cosa, sino que no tendremos que pagar ninguna consecuencia del actual zafarrancho.
De esa manera, en la patética confusión en la que nos manejamos, el camino al mundo desarrollado pasa por la Venezuela de Chávez o Cuba, cuanto más pobres, más ricos somos, menos es mejor que más.
Roberto Cachanosky explica en su última columna uno de los más extraordinarios disparates que escuché en los últimos tiempos, sideralmente increíble, aún para los estándares locales: mantener un dólar alto no implica ser más pobres. De nuevo, a pesar de nuestra triste historia de dramáticos experimentos monetarios, es necesario seguir explicando estas cosas:
El Gobierno quiere convencer a los argentinos de que el precio del dólar no nos afecta porque vivimos y consumimos en el país. No sólo es mentira que todas nuestras necesidades se puedan satisfacer con productos y servicios producidos exclusivamente en la Argentina, sino que esta falacia esconde hábilmente los costos de mantener un tipo de cambio artificialmente alto.
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