Carlos Mira sobre una de las más descarnadas manifestaciones del pelotudismo argentino:
Cada vez que Fidel Castro llega a la Argentina se produce un mismo fenómeno de adoración por parte de una porción importante de la sociedad. Enfundado en su traje de diseño de combatiente, el dictador habla gratis durante horas y continúa con su prédica de odio y de gracias enmascaradas. La semana pasada no tuvo mejor idea, por ejemplo, que terminar su discurso diciendo que “ésta es una batalla por las ideas”. ¿Lo dice en serio, Fidel? Porque, por lo que sabemos, a los que tienen la peregrina ocurrencia de expresar una idea que no coincida con la suya, usted los mata. ¿O se referirá a las ideas que como tales quedan para siempre encerradas en el pensamiento pero que, por temor, jamás ven la luz?
¿Podría algún intelectual argentino hablar libremente en Cuba desde una tribuna abierta? Sin ir más lejos, el presidente Kirchner o su esposa Cristina, ¿podrían dirigirse al pueblo de La Habana sin censura previa?
Los argentinos que con sus teléfonos celulares le sacaban fotos a Fidel el viernes pasado en Córdoba, ¿sabrán que el instrumento que les permitía inmortalizar ese momento es considerado un arma peligrosa en Cuba? (Como también lo son Internet, las máquinas de escribir, los libros o la correspondencia privada.)
¿De dónde deriva, entonces, esa sublimación del déspota? ¿De donde sale esta fascinación por un personaje que ha torturado, asesinado y, de paso, secuestrado el poder para sí mismo durante casi 50 años? ¿Qué extraño encandilamiento sienten algunos argentinos por el tirano que, sin ningún empacho, sostiene que el cerebro de sus ciudadanos le pertenece al Estado cubano, es decir, a él mismo?
Resulta francamente curioso este enigma. ¿Qué sentimientos alberga nuestro interior que nos hace capaces de rendirle pleitesía a quien pisotea los valores que decimos defender desde la Argentina?
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