Agustín Monteverde sobre lo que nos espera. Supongo que en algún momento, probablemente forzados por las circunstancias, entenderemos que estas cosas no son gratis.
Pero, no se preocupen, esta vez seguro que sale bien:
Algunos advertimos repetidamente que esas circunstancias sin precedente eran una oportunidad única para llevar a cabo las reformas estructurales que modernizaran a tiempo nuestra economía y poder así crecer con solidez cuando el viento -inevitablemente- sosegara. Y alertamos que una probable crisis en el mercado hipotecario podría derivar en una caída del gasto de los consumidores y una menor propensión al riesgo.
Adicionalmente, la ralentización del crecimiento de los Estados Unidos frente a otras regiones y su gran déficit comercial profundizarían la desvalorización del dólar. Una mayoría de observadores descartó esa posibilidad y, cuando el derrumbe llegó, analistas y hombres de mercado sostuvieron a coro que la situación fiscal, el superávit comercial, la posición de reservas y nuestro relativo aislamiento nos mantendrán inmunes o ajenos al nuevo escenario.
Pero un examen cuidadoso puede mostrarnos que esos supuestos puntos fuertes constituyen más bien vulnerabilidades.
En primer lugar, el superávit fiscal -que es tal si y sólo si no se computan las compras de divisas- está basado en una estructura tributaria distorsiva y muy dependiente del contexto internacional.
El gasto crece 15 puntos porcentuales por encima de los ingresos y la contrarreforma previsional -pan para hoy, hambre para mañana- nos asegura que el deterioro será progresivo. En los últimos meses, ya se agregaron 1,3 millones de nuevos jubilados, gracias a las facilidades concedidas a quienes no cumplen con los años requeridos de aporte; esto ha incrementado el gasto en jubilaciones en 1,3% del producto bruto interno (PBI).
Sólo durante el año próximo, y en el marco de una fuerte retracción de la liquidez, deberemos cubrir necesidades de financiamiento por unos 7500 millones de dólares.
El superávit comercial también muestra una marcada tendencia declinante. En los siete primeros meses del año, las importaciones crecen cinco veces y media más rápido que las exportaciones. El inicialmente alto tipo de cambio real -supuesto sostén de la competitividad comercial- ha sido horadado por una inflación que se acelera.
Y no queda espacio para una "devaluación competitiva": lejana ya la depresión de 2000, toda devaluación se trasladará inmediatamente a los costos de los factores y a los precios de los bienes. En cuanto a las reservas internacionales, poco menos de la mitad fueron compradas con deuda tomada por el Banco Central (BCRA) a un plazo promedio inferior a un año.
El Central se ha visto obligado en las últimas semanas a hacer multimillonarios rescates de estos papeles para evitar reconocer el abrupto salto en la tasa de financiamiento y -lo más importante- devolver liquidez a los bancos y no perjudicar su balance.
El aislamiento, por último, tampoco puede ser tomado como una ventaja. Pese a la sobreabundante liquidez de los últimos años y a que varias industrias locales saturaron su capacidad instalada, la inversión directa exhibe una alarmante debilidad.
En el primer trimestre, la inversión extranjera directa cayó 56% en la comparación interanual. Los elevados términos de intercambio constituyen el único remanente del famoso "viento de cola".
Pero la caída de valor de los activos acarreará una contracción del consumo, afectando la actividad y el comercio global, lo que terminará impactando en el valor de las commodities.
Y la suba de los costos crediticios debiera encarecer los bienes intensivos en capital que importamos. Nótese que tanto la reducción del consumo como la desvalorización del dólar resultan consistentes con la necesidad de los Estados Unidos de reducir su formidable déficit externo. Que en estos días la deuda argentina haya sido la más castigada en la región -duplicó la caída de los bonos venezolanos y cuadruplicó la de los brasileños- demuestra lo ilusorio de las supuestas fortalezas.
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