Cuando tenía 6 años nos mudamos del departamento que alquilábamos en el centro a una casa que se hicieron mis padres con un crédito hipotecario en una zona más residencial de la ciudad.
Qué emoción. Durante la obra, todas las semanas mi viejo le pedía a un amigo que nos lleve o tomábamos un taxi, los Di Tella o Peugeot 404 negros con techo amarillo, para ir a ver cómo progresaba.
No teníamos auto, mis viejos estaban convencidos de que lo primero era el techo propio. De soltero mi padre tenía una motoneta Siambretta, que vendió para hacer la casa.
Todos los días pasaba el lechero y su ayudante en su camioneta Rastrojero Diesel, vestidos de delantal y birrete blancos impecables. Tocaba una cornetita y la gente salía a comprarles. Había dos opciones, los tachos de leche, que vendía suelta más barata, o las botellas de vidrio verde y tapa de papel metalizado, un poco más caras. Si no había nadie, el lechero dejaba la cantidad de botellas acordada en la puerta, - a la sombra, ojo -, y las cobraba al final de la semana.
Nuestra gran pasión era jugar al fútbol en el medio de la calle, no pasaba casi nadie. A los pocos años modificaron el recorrido de una línea y empezó a pasar un colectivo por la puerta de casa, una vez por hora, con suerte y viento a favor.
El barrio incluía un ciruja oficial, no acepte imitaciones. Soco, o “Soco de la guri – guri”, como le gritaban los chicos para hacerlo enojar, vivía en un baldío de la zona y comía gracias a generosidad de los vecinos. Según las malas lenguas no se le podía dar plata porque se chupaba hasta la humedad de las paredes. Fue la primera vez que vi a alguien tomando de las botellitas verdes de alcohol para los lastimados.
En casa teníamos el único teléfono en por lo menos dos calles a la redonda. No por mérito propio, sino por contactos, como se consiguen las cosas en el tercer mundo. Una tía de mi madre tenía dos y nos transfirió una línea. Los primeros meses después de la mudanza muestra casa parecía un locutorio. Los vecinos daban el número de casa y cada vez que llamaba alguien tenía que salir corriendo a buscarlos.
A unas cuadras había el equivalente de varias manzanas de terrenos baldíos, cercados con lo que alguna vez debió haber sido tela de alambre. Eran los terrenos de “Salud Pública”, porque aparentemente eran propiedad de ese ministerio de la provincia. Estaban repletos de vehículos abandonados, en su mayor parte oficiales, aunque por alguna extraña razón también había algunos taxis y autos particulares.
Se amontonaban ambulancias, camiones “Igarreta”, camionetas Rastrojero Diesel, maquinaria vial, tractores y hasta cosechadoras gigantescas, de la década del 50 y 60. Para los chicos del barrio era como vivir pegados a Disney World y encima conocer un acceso secreto para no tener que pagar entrada.
Éramos tan jóvenes.
el ciruja oficial...quien no conocio uno.
ReplyDeleteel de mi barrio vivia en un local a medio teminar que estaba construyendo en una esquina un tano, para vivir del alquiler cuando sea viejo. Lastima que se murio y como no tenia familia conocida ahi quedo la construccion parada.
el ciruja hizo un boquete en un costado y se armo flor de bulin. Juntaba botellas, revistas, chapas, y cualquier cosa que luego pueda vender.
nosotros lo marcabamos, y cuando se iba nos metiamos burlando un "sistema de seguridad" que se habia fabricado el mismo con alambre. le afanabamos todas las revistas que nos gustaban.
un dia lo encontraron muerto en el catre en que dormia. ya de grande pase por el lugar y habia un negocio de no me acuerdo que funcionando a pleno. sabe Dios que curro hubo para que alguien se aduene de la esquina
cuanta nostalgia de lo que quisieron ser y no fueron...
ReplyDeleteAnónimo, no entiendo tu comentario, ¿podrías ser más claro? ¿Quién quiso ser y no fue, la Argentina?
ReplyDeletea este lo manda Oppenheimer
ReplyDeletemuy bueno, Louis. El ciruja del barrio. El mío se llamaba Manolo, y era un "guardabarreras", levantaba la tabla o paraba el transito cuando pasaba la zorra, que nunca entendí para que era.
ReplyDeleteEramos tan jovenes...