Para Manuel Solanet es más de lo mismo:
En mayo de 2003 Néstor Kirchner podía consolidar su poder sin más que apoyarse en la mejora inercial de la economía y del empleo. No necesitaba hacer populismo ni bajar a la demagogia del odio y la confrontación. Pero lo hizo. Adoptó el papel del revolucionario setentista bajo el rótulo de una política de derechos humanos que fue parcial y asimétrica, de tipo Bonafini-intensivo. Con esta vestimenta inhibió a gran parte del periodismo y de la intelectualidad de criticar la corrupción de su gobierno y avasalló sin resistencia a los otros dos poderes. Como nunca antes, un presidente multiplicó los desplantes, hizo gala de mala educación y se enemistó con casi todos los países, mientras tendió lazos con quienes no debía. Degradó y pauperizó a las fuerzas armadas a las que probablemente deseó ver convertidas en un grupo de boy scouts instruido en el progresismo. Trabajó claramente en ese sentido. Se enemistó con la Iglesia. Pareció gozar de la obsecuencia y el temor de sus funcionarios y de muchos referentes de la sociedad.
Cristina Fernández de Kirchner es continuidad. Lo traduce en la permanencia de los hombres clave del gobierno y en la reafirmación de sus enfoques político ideológicos.
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