Desde la distancia, me queda la sensación de que el país se parece cada día más a la Argentina de la gloriosa década del 80. Y no lo digo tanto por cuestiones económicas como la inflación, el estancamiento, el colapso de la infraestructura o las trabas al comercio exterior y tantas otras.
Me refiero al estado mental y de ánimo del argento promedio.
La argentina recuperó la democracia y la actividad política partidaria en la primera mitad de la década del 80. Al igual que con el fascismo en la década del 40, los argentinos se subieron tarde a la ola socialista, convencidos de que se trataba del futuro de la humanidad.
El consenso generalizado era el mismo que el actual. El “capitalismo” (refiriéndose a la economía de mercado) había fracasado, la única alternativa era la planificación centralizada.
Al igual que ahora, el argento promedio estaba convencido de que la política económica que se había aplicado hasta ese momento, a la que culpaban de la inflación, del estancamiento y del colapso de los servicios públicos, había sido “liberal”. Durante el gobierno de Alfonsín, el estado llegó a controlar directa e indirectamente entre el 60 y el 70% de la economía, cuando en países formalmente socialistas, como la Francia de esos años, ese guarismo era del 40%. La culpa era del capitalismo.
Los argentinos habían vivido tanto tiempo aislados del mundo que ni siquiera se daban cuenta de que ya en esos años el colapso de la Unión Soviética y del experimento comunista era inevitable.
Como ahora, los fracasos (YPF, YCF, Entel, Fabricaciones Militares, Ferrocarriles Argentinos, Obras Sanitarias, Gas del Estado, Segba, canales de televisión, Aerolíneas Argentinas, decenas de servicios de agua potable y cloacas provinciales, etc.) eran intocables. La única opción era aprender a convivir con ellos.
Como ahora, los consumía el resentimiento y un deseo generalizado de revanchismo. Por supuesto, había que desquitarse de los milicos y de todos los que alguna vez hayan tenido que ver con el régimen militar (el 90% de los habitantes). Pero también había que desquitarse del mundo por haber tenido el tupé de seguir avanzando mientras los argentinos se mataban entre ellos.
Pero mientras que en esos años se podría haber justificado la enorme confusión en la que vivía el país, o por lo menos era más entendible – después de todo, volvían al mundo después de 9 años de régimen militar – en la Argentina 2009 no tiene ningún justificativo, ni una sola cualidad redentora.
Tal vez tanto odio, rencor y deseo de revancha tenga que ver con el particular proceso de expiación de pecados de los países a los que les va como Argentina y esté relacionado con la búsqueda alguien a quién echarle la culpa de un nuevo fracaso.
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