Me gustó la columna de Carlos Reymundo Roberts en La Nación de hoy. La Argentina y los argentinos vendrían a ser algo así como la escenografía de Caldentey en donde los Kirchner decidieron poner en práctica sus dotes de gobernantes magnánimos:
O el discurso no estaba pensado para ellos, o ellos se equivocaron de ceremonia. Ante el espectáculo, cualquiera puede preguntarse hasta qué punto es lícito usar un auditorio al que le hacen escuchar cosas que no están dirigidas a él. La señora del micrófono no les está hablando a vecinos de Lanús, de Campana o de La Matanza: la señora los mira, pero no los ve. Ve y les habla al conspirador Cobos, a la jueza funcional al golpe, al neoliberal Martín Redrado, al buitre con toga de juez de Nueva York.
La gente, todas esas personas que atraviesan sus días en el conurbano inseguro, violento y miserable, miran a la oradora, la escuchan, pero rápidamente podrían sospechar que los quieren convertir en claque, en extras de un número que necesita de ellos y de sus aplausos (imagen y sonido) para darle a la palabra de la señora su merecido empaque.
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