La gran mayoría de las personas que votan no tienen ni el tiempo, ni las ganas, ni la preparación para analizar las propuestas de cada uno de los candidatos en una elección a un cargo ejecutivo, mucho menos en una legislativa.
La mayoría de la gente decide su voto en base a eslóganes y golpes de efecto y termina votando al candidato que mejor (o menos peor) le cae. Las propuestas pasan a segundo plano. Salvo que algún político cometa el error de anunciar durante la campaña que tocará alguna prebenda que con los años se convirtió en “derecho”.
Por eso creo que es muy difícil que las reformas que Argentina necesita se puedan lograr votando selectivamente a uno u otro partido o candidato. Mi única esperanza es que en algún momento, por una cuestión de supervivencia y no por virtud, la corporación política nacional y popular alcance un piso mínimo de racionalidad en el manejo de la cosa pública de tal manera que básicamente resulte indiferente quién llega al poder, como pasa en alguna medida en Chile, Brasil, Uruguay, Colombia y, por lo menos en los últimos 10 años, en Perú.
Después de todo, los políticos argentinos son humanos y se deben dar cuenta perfectamente de que como objetivo profesional es preferible toda la vida gobernar 4 u 8 años un país como Australia o Nueva Zelanda que convertirse en presidente vitalicio de uno como Irán o la Venezuela de Chávez.
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