Escena vista en Israel.

Un matrimonio judío en una ciudad de Israel acompaña a sus hijos, que van a la escuela primaria, a la parada de autobuses.

Paran un bus y suben a uno de sus hijos, lo saludan y una vez que está arriba lo  despiden con la mano. Paran otro bus y suben al otro de sus hijos, lo saludan y una vez que está arriba lo despiden con la mano.

Suben a sus hijos en autobuses distintos porque así, si un terrorista palestino decide volar un micro con un cohete o inmolándose, no pierden a sus dos hijos, a la vez, en el atentado.

Tuvieron que maquinar esta extraña teoría de los juegos para evitarse un dolor inmenso y garantizar la supervivencia de sus descendientes, en la medida de lo posible.

Y no son la única familia israelí -porque en Israel viven judíos, pero también cristianos, ateos e incluso musulmanes- que se ve obligada a realizar todos los días esta siniestra maniobra. 

Una verdadera convivencia cotidiana con un insoportable horror.

Me gustaría que quienes sienten más conmiseración por quienes sacrifican a sus propios hijos como escudos humanos que por aquellos que se ven obligados a lo indecible para salvarlos, sintieran en sí mismos la angustia, el dolor, el horror y la espantosa sensación diaria de esos padres que suben a sus hijos en autobuses distintos. Me gustaría que pudiesen reflexionar y cambiar su modo de ver el mundo, de pensar, de hablar y de actuar -de la manera más inconsciente, incluso- a favor de los fanáticos que no reparan en destruirlo todo, incluso las vidas de sus seres amados y la suya propia, con tal de realizar su odio. Me gustaría que pudieran ver la diferencia entre la agresión innecesaria y la defensa justificada.

Se que mi deseo es vano. Porque no es la comprensión sino su propio odio lo que los lleva a identificarse con los asesinos. Cuando uno defiende a los hijos de puta de este mundo no es distinto de ellos.