Lunes, 08 de noviembre de 2004
Al inicio de la semana / Carlos Mira
Estados Unidos: minoría de personas, mayoría de
resultados
El éxito de George W. Bush en las elecciones
presidenciales de Estados Unidos es sólo una muestra
más de que los norteamericanos tienen una manera de
pensar y de ser diametralmente opuesta a la del resto
del mundo. El hecho de ser una minoría cultural no les
ha impedido, sin embargo, estar a la vanguardia en
muchos aspectos y ser, a un mismo tiempo, envidiados,
odiados, criticados, imitados y copiados.
Las recientes elecciones en los Estados Unidos que
produjeron la reelección del presidente George W. Bush
han dejado una cadena de conclusiones muy interesantes
a los ojos del observador.
Probablemente Bush sea, en el mundo, el presidente más
impopular que jamás haya sido elegido en los Estados
Unidos. Nunca antes la opinión mundial estuvo tan de
acuerdo en la creencia de que, para el mundo, era
mejor que una determinada persona no fuera elegida por
el pueblo norteamericano.
La prensa mundial gastó todo tipo de comentario burlón
respecto del mandatario y los partidarios del
presidente recibieron también una andanada de
adjetivos socarrones o directamente insultos.
A su vez, las acciones del propio Bush han sido de por
sí controvertidas y sujetas a un alto nivel de
discusión. Sin embargo, fiel a un conjunto de
creencias, quizás limitado pero al mismo tiempo muy
firmes, el presidente siguió adelante y aplicó el
remedio respecto del cual estaba convencido.
Seguramente tuvo la sensación de que muchas de sus
ideas y aproximaciones a los problemas eran
antipáticas. Pero no se acobardó. Como estaba
convencido de la rectitud última de sus fines, las
llevó adelante igual, sin consultar ninguna encuesta.
Éste es un comportamiento manifiestamente minoritario
entre los políticos del mundo. En general, los
políticos no tienen ninguna creencia propia salvo la
del poder mismo. Por lo tanto sus acciones están
íntimamente vinculadas a las compulsas de opinión.
Ellos van detrás de lo que la gente dice opinar en las
encuestas.
¿Por qué digo “lo que la gente ‘dice’ opinar” y no “lo
que la gente opina”? Porque, efectivamente, las
opiniones vertidas en encuestas son muy volátiles,
influidas por humores temporales y esencialmente
variables; ellas distan de ser un conjunto coordinado
de creencias. Dejarse llevar y, más aún, tomar
decisiones en base a un conjunto tan inconexo de ideas
constituye un serio error para los hombres de Estado
que, sin embargo, siguen, mayoritariamente este método
en todo el mundo.
Bush ha sido distinto en esto. Incluso en los propios
Estados Unidos uno puede amar a Bush u odiarlo sin
encontrar probablemente nada en el medio. Pero tanto
sus adoradores como sus enemigos saben lo que piensa.
El plexo de sus ideas podrá ser lo que el mundo
burlonamente llama “poco sofisticado”, pero es claro y
lo trasmite con simpleza.
Una mayoría de votos entre poco más de 120 millones de
votantes le dio a este hombre un respaldo aún mayor al
con que había llegado por primera vez a la Casa Blanca
y le entregó a su partido la victoria más clara en los
últimos tiempos en la Cámara de Representantes, el
Senado y el conjunto de gobernadores. ¿A qué se debe
este misterio?, ¿por qué los norteamericanos resuelven
determinadas situaciones de un modo diferente al que
mayoritariamente es utilizado en el resto del mundo?,
¿por qué los norteamericanos le han dado el mayor
caudal de votos de la historia a un hombre que hubiera
resultado vencido en cualquier otro país?
La primera respuesta es bastante obvia: porque los
norteamericanos piensan o le dan importancia a un tipo
diferente de cosas de aquellas a las que el resto del
mundo considera importantes. Por ello los
norteamericanos son, desde el punto de vista de los
números, minoritarios en el mundo: apenas 300 millones
de personas (en realidad un poco menos).
El resto de la población mundial tiene más
denominadores comunes entre sí que aquellos que pueden
unir a un norteamericano con un francés. Las
tendencias de pensamiento de origen europeo
continental han hecho posible el fenómeno de que
muchos países aparentemente diferentes tengan, en el
fondo, más coincidencias entre sí que las que cada uno
de ellos tiene con los Estados Unidos. La posición
social del individuo frente al Estado, la religión,
los sexos y las relaciones entre ellos, el valor de la
verdad y la implicancia social de la mentira, el
sentido del éxito, la valoración de los logros y la
apreciación popular de la demagogia reciben conceptos
diferentes –cuando no directamente contrarios- en los
Estados Unidos respecto del resto del mundo. Es más,
en las recientes elecciones, todo aquel que pretendió
sacar conclusiones anticipadas sobre el resultado,
aplicándole al proceso una lógica no-norteamericana,
se dio de bruces contra la áspera realidad.
La “rara avis” mundial son los Estados Unidos. De ello
no hay dudas. La minoría mundial está representada por
ellos.
Ahora bien, cuando uno se aleja de estos análisis y
repara en los resultados empieza a caer en la
perplejidad. Los Estados Unidos, una república de
apenas 228 años, ha superado a países milenarios,
inventó la democracia funcional moderna, produce un
cuarto del PBI mundial, consume el 30% del petróleo
del planeta, ha puesto un hombre en la Luna, inventó
el automóvil, la Internet, la Coca Cola, el jean y los
rascacielos. Ganó dos guerras mundiales, reconstruyó
Europa y Japón, ganó la Guerra Fría, pulverizó
ideológicamente al socio-comunismo, hizo desaparecer a
la Unión Soviética y se convirtió en el único
´`arbitro mundial de conflictos. Solo trescientos
millones de personas en sólo 228 años...
Impresionante.
El resto del mundo que ha querido dejar atrás la
pobreza y la marginalidad ha debido imitarlos. Con
adaptaciones, agregados o supresiones, los demás
países que quisieron cortar el círculo penoso de la
miseria han copiado sus instituciones, su forma de
trabajar y, en muchos casos, hasta sus vicios. En la
palabra, sin embargo, existe esta tendencia mundial a
diferenciarse –o a querer diferenciarse- de los
Estados Unidos. Es como si el resto del mundo tuviera,
con los métodos norteamericanos de los cuales se vale
para tener éxito, una relación vergonzante. Es como si
tuviera la necesidad de desmentir con la lengua y la
palabra escrita lo que hace por conveniencia. Resulta
hasta cómico ver cómo países grandes sobreactúan sus
posiciones con el único fin de parecer diferentes a
los Estados Unidos.
Mientras tanto, ellos siguen en la suya. Están muy
lejos de sentir vergüenza o de tener la necesidad de
pedir disculpas por ser como son. Saben que son
diferentes, saben que son minoritarios, saben que son
sólo trescientos millones de personas con pareceres
culturales esencialmente distintos al resto de los
seis mil millones que pueblan el planeta. Pero también
saben que esa manera de encarar los problemas y
resolverlos, esas aproximaciones a situaciones de
conflicto, esos principios que inconscientemente los
conectan entre sí formando un entramado cultural
único, les han permitido solucionar laberintos y
encontrar respuestas a problemas que muchos países
siguen aún sin solucionar y sin responder. Es como si
los Estados Unidos fueran una minoría mundial correcta
que tiene enfrente a una mayoría mundial que puede
elegir entre seguir viviendo en el error o imitarlos,
con o sin culpa. Los que quieran persistir en el error
serán las “Argentinas” del mundo, los que los imiten
con culpa serán las “Francias” y los que sigan su
modelo con regocijo serán las “Australias”. Pero hay
algo seguro: el mundo no será ideológicamente
no-norteamericano. Podemos aceptar esto con alegría o
con tristeza. Pero así será.
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