(de Elena, una amiga española, si fuera creyente daría gracias a Dios que no le pasó nada)
Luis me invitó a escribir aquí, y ya sólo con invitarme me puso una sonrisa en la cara.
La verdad es que hoy es un día en el que las sonrisas hacen falta, porque el recuerdo sólo provoca tristeza y desasosiego. Yo siempre había pensado que los "aniversarios" eran una bobada, que poner fecha fija al recuerdo es una estupidez, pero tiene una que verse en la piel del oso para saber lo que son los pelos. Se podría decir que hace un año volví nacer, porque estaba en Atocha y me encaminaba hacia la plataforma 2 cuando se desató la tragedia. Tuve la gran fortuna de estar lo suficientemente alejada de las explosiones como para que ahora yo no forme parte del recuerdo. Sin embargo, yo sí recuerdo.
Aunque sigo viva, me siento tan víctima como cualquiera de los heridos o fallecidos. Creo que toda España se sintió, y se siente hoy, víctima de aquella barbarie, pero debo reconocer que es prácticamente imposible sentirse TAN víctima de algo sin que ello te haya tocado TAN de cerca. La empatía es algo que tal vez se alcanza intelectualmente, pero hasta que no te roza la tragedia, hasta que no sientes el humo de las bombas, los gritos de horror, el pánico de que casi casi casi fui yo, no creo que se sienta una verdadera empatía con las victimas reales –tantas familias destrozadas, tantos sueños rotos— de semejantes actos.
Recuerdo con una gran amargura las casi tres horas que pasé incomunicada, y el horror por el que pasaron todos mis seres queridos, que ya estaban dispuestos a salir para los hospitales de campaña o para el sanatorio improvisado del recinto ferial de Madrid. Recuerdo que era incapaz de ver imágenes en televisión, y recuerdo cómo me caían las lágrimas cuando pensaba en todas las familias y amigos que no habían tenido la gran suerte que tuvo mi familia y mis amigos.
Recuerdo que mis amigos me decían que tenía que volver a tomar el tren, que no dejara de hacerlo pronto, que no permitiera que esos animales me condicionaran la vida, que entonces conseguían realmente imponer el terror, y recuerdo agradecerles el consejo y darles la razón. Pero recuerdo ese lunes 15 y recuerdo perfectamente que no tuve valor. También recuerdo que me decidí a volverlo a intentar el martes 16, y recuerdo que fue uno de los peores momentos de mi vida adulta. Al acceder a la estación de tren, al descender hacia la plataforma 2, recuerdo que lloraba, lloraba de una forma incontrolable, imparable, y recuerdo que no me sentía avergonzada, sino aliviada, porque todas las personas que me rodeaban a la espera del tren, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, lloraban igual de desconsoladamente que yo. Era un paraje desolador, el olor de la cera de todas las velas puestas en altares improvisados invadía los sentidos, y por cada vela y cada mensaje de duelo, había mil lágrimas de personas que, cómo yo, habían sido afortunadas.
De aquellos días, lo que más recuerdo por encima de las demás cosas es la angustia. Una angustia indescriptible, provocada por todo y por nada, por la injusticia, por la impotencia, por el desgarro de la vida, por la vergüenza de sentirme aliviada por no haberme tocado a mí, por formar parte de una raza que se mata entre sí, por no llorar lo suficiente, o por llorar demasiado causando así a su vez la angustia de los que me rodeaban.
Recuerdo muchas cosas que no sé ni como explicar. Todavía sigo teniendo pesadillas, todavía intento superar la angustia, pero todavía recuerdo.
Por todas las víctimas, por todas sus familias, hay que tener la valentía de recordar. El olvido es un insulto, y una deshonra para su memoria. Un pueblo herido que olvida a sus víctimas le da la razón a sus verdugos. Madrid no claudica, Madrid recuerda.
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