Después de la debacle hiperinflacionaria de Alfonsín, durante toda la década del 90 y hasta el gobierno de De la Rúa, había un consenso más o menos generalizado sobre cual era el camino del desarrollo, en por lo menos gran parte de la clase dirigente del país. Si bien es cierto que la clase política no estaba dispuesta a llevar a la práctica muchas de estas políticas, por lo menos se notaba en el discurso público de la mayoría de los empresarios, políticos y supuestos expertos y analistas. De más está decir que ese rumbo fue convalidado por la sociedad con el voto en diversas y sucesivas elecciones legislativas y ejecutivas.
A tal punto era así que la Alianza ganó las elecciones en 1999 gracias a la defensa de la caja de conversión y de los principales logros de la década del 90, como las inversiones y las privatizaciones. Podemos decir que Duhalde en gran medida perdió las elecciones por su constante prédica antimercado y antiestabilidad. En otras palabras, perdió por proponer lo que finalmente puso en práctica al hacerse de la presidencia después del golpe de estado de fines de 2001.
El consenso general, repetido hasta el hartazgo tanto por el oficialismo como por gran parte de la oposición, por empresarios, analistas, gran parte del periodismo y hasta por muchos sindicalistas, presentaba matices. Pero se trataba de hacer lo que hacen los países exitosos del mundo, los países a los que les va bien. En pocas palabras, por fin había quedado claro que no hay desarrollo sin crecimiento económico sostenido y el crecimiento no es posible sin inversión.
En el caso argentino, por lo pobre y atrasado de nuestro país, todo esto tiene características propias adicionales. A grandes rasgos, lo que hoy conocemos como “desarrollo” sólo es posible con un ingreso per cápita relativamente alto, algunos especialistas sostienen que el limite entre país crucero y desarrollado son 10.000 dólares por habitante por año, los de Portugal o Grecia en los 90. Para lograr este nivel de ingresos es necesario sentar las bases para un crecimiento sostenido a largo plazo. En el caso de un país tan atrasado como el nuestro, las tasas deben ser superiores a las de un país más normal, cuanto más cercanas a los dos dígitos, mejor. El crecimiento sólo es posible con inversiones, y para países como el nuestro, la tasa de inversión como porcentaje del producto debe ser más alta que para otros países más estables.
De nuevo, para un país de bajísima tasa de ahorro interno como el nuestro, el grueso de las inversiones necesariamente son extranjeras. Es por eso que uno de los objetivos declarados de la administración de De la Rúa era lograr el ansiado “investment grade”, como Chile y México, para lograr una mayor tasa de inversión internacional.
Tal vez no hayamos estados dispuestos a implementar las soluciones, pero éstas eran conocidas y compartidas por un gran sector de la sociedad. Sabíamos perfectamente qué hacer con las universidades públicas, con la ineficiencia del estado, con los empleados públicos improductivos, con la integración al mundo, con la infraestructura, con los bienes de capital. Por fin admitíamos que debíamos empezar a trabajar en el arduo proyecto de volver a insertar al país en el concierto de las naciones mediadamente civilizadas del mundo, para así remontar décadas de política exterior errática que nos condenaba a ser poco menos que un estado rufián, marginal, comparable con la Libia de Kaddafi o el Irán del Ayatola. Muchos de los actuales integrantes del actual gobierno, comenzando por el presidente, sostenían que no había alternativas para lograr encauzar al país en el camino del desarrollo.
De pronto, prácticamente de la noche a la mañana, ese consenso cambió. Como los malos perdedores que somos, en lugar de volvernos mejores jugadores, decidimos cambiar las reglas del juego unilateralmente. Si voy perdiendo por goleada, la solución es agarrarla con la mano y meterla en el arco contrario.
Después de la hecatombe hiperinflacionaria pensé que habíamos aprendido la lección. Supuse que por fin se había dado un proceso de aprendizaje, muy al estilo argentino, y habíamos decidido empezar a transitar el camino de un mínimo de racionalidad. Si nuestro objetivo era volver a tener un nivel de vida comparable al del sur de Europa, no podíamos seguir comportándonos como Irak o Cuba.
Pero me equivoqué de arco a arco. No sólo el proceso de aprendizaje fue inexistente después del horror en que terminó la aventura alfonsinista, tampoco se dio después del experimento neopopulista de Duhalde – Kirchner. Lejos de entender que si devaluando y no pagando las deudas fuera el camino al desarrollo, Argentina tendría el nivel de vida de Canadá, seguimos apostando a llegar a ser Australia con comportamientos africanos. Para amplios sectores, muchos de los mismos del consenso anterior, la infamia de la reedición del modelito de sustitución de importaciones nos ha devuelto la esperanza. Hemos recuperado la dignidad, hemos vuelto a lo que realmente somos, a nuestro destino de grandeza. Esta vez no puede fallar, se nos va la vida en esto.
Cuando todo esto termine, como terminó siempre, tendremos que enfrentarnos a los mismos problemas de siempre. Esta vez con el agravante de toda una sociedad que cree que la estafa, la ilegalidad y el robo son el camino.
La Argentina nunca fue lo que aparento ser. Muy de fondo seguía desangrándose con la presencia del peronismo y el excelente trabajo que hicieron los divulgadores de aquello que hace 10 años era inesperable y hoy sea concretable.
ReplyDeletelos ’90 nos deja como estado de resultado un rojo en el desprestigio de nuestras ideas y propuestas, y un rojo en los hechos.
Quizás el error fue a ver creído que el pastor podría seguir acarreando a sus ovejas del partido hasta finalizar la depuración, y resulto ser todo lo contrario. Quince años después estaos sin la iniciativa y al borde del precipicio…
Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, £ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores! (Abad Abbone en Umberto Eco, El nombre de la rosa)
Buenas Noches,
Dice Mauro: "La Argentina nunca fue lo que aparento ser..."
ReplyDeleteYo me pregunto muy a menudo si la Argentina en la cual me eduque (60-70s) era ficticia. Si todo lo que contribuyo a mi formacion habia sido solo una gran chantada?
Y a veces me agarra odio, y otras verguenza.
Victor Gonzalez