Por lo general, suelo estar de acuerdo con lo que escribe Rubén Blogbis en su blog. De todos modos, me gustaría hacer algunas acotaciones. Sin duda, el tema da para MUY largo y excede mi preparación y el ámbito de este blog, pero acá va.
Juan Carlos De Pablo decía que es muy fácil predecir el futuro con el diario del día siguiente en la mano. En algún momento deberíamos hacer un balance serio y desapasionado, no ideológico, del proceso de privatizaciones de los 90. Seguramente hubo irregularidades y seguramente las cosas se podrían haber hecho mejor, sobre todo contando con la información que se conoce ahora, 10 años después. Por ejemplo, estoy seguro que a la luz de la Argentina post golpe de fines de 2001, muchas de las empresas que participaron en las licitaciones y hundieron miles de millones de dólares en inversiones no hubieran participado ni en la compra de pliegos de los procesos licitatorios.
En la Argentina no se privatizó por virtud o por convicción, sino por necesidad. Fue el colapso casi total de la infraestructura del país lo que puso entre la espada y la pared a políticos, sindicalistas y "empresarios" proveedores del estado, e hizo que no les quedara otra opción. Como hecho simbólico, podemos quedarnos con los cortes de energía del último verano de Alfonsín, que muy probablemente le costaron la presidencia.
La Argentina de 1989 y de principios de los 90, al igual que la actual, era un país profundamente antimercado y antimodernidad. Veníamos de décadas de disparates económicos y por la información que se manejaba en ese momento, el camino elegido era continuar con el festival del populismo estatista. Las ex empresas de servicios públicos estatales hacia años que operaban en virtual estado de quebranto, sin balances ni ningún tipo de control. Al igual que ahora, las tarifas eran políticas y en muchos casos no cubrían ni una fracción de los costos de operación, básicamente nos comíamos el capital.
Dado el enorme riesgo de invertir en un país rufián como Argentina, es lógico que las tasas de retorno por la inversión que se exigían fueran muy elevadas. Aun así, muy pocas empresas internacionales de primera línea estaban dispuestas a hundir capital a largo plazo en el país. Tal es así, que la compra de Aerolíneas Argentinas por parte de la línea de bandera española fue poco menos que un favor político, un gesto de buena voluntad, del gobierno español de esa época.
Soy conciente que se repite hasta el hartazgo, pero las empresas de servicios públicos no se entregaron en concesión en condiciones monopólicas. En el caso de los teléfonos, como en todos los modelos de privatización en el mundo, hubo que elegir si se privilegiaba la telefonía base, es decir dar cobertura con el servicio básico a la mayor cantidad de público posible, la parte menos rentable del negocio, o se optaba por la crema del negocio: un servicio básico reducido y gran oferta de servicios sofisticados (y caros) a los que disponían de mayores ingresos. Este último es el modelo que se siguió en muchos otros países latinoamericanos. En la Argentina se optó por concesiones en monopolio por un periodo más extenso como contrapartida de la ampliación de la cobertura del servicio. La desregulación del sector, con el paso a un sistema de multicarrier no se llevó a cabo por los permanentes titubeos del gobierno de De la Rúa, y se dejó de lado permanentemente después del golpe de estado de Duhalde.
En muchos casos la privatización fue acompañada de reformas y desregulacion del sector, como en el campo de la generación y distribución de energía eléctrica, que fue modelo en el mundo en su momento.
En fin, no soy un experto en el tema, pero creo que es injusto calificar de “mercantilistas” las reformas encaradas en los 90. Fue un intento fallido, trunco, de modernizar el país. Se cometieron muchos errores y en muchos casos se hizo “a la argentina”, pero significó sin duda un cambio de paradigma para la historia económica del país de los últimos 50 años.
Pretender comparar las reformas promercado de ese periodo con la triste vuelta a recetas fracasadas de la década del 40 y 50 es correr el riesgo cierto de no saber distinguir lo que funciona de lo que no.
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