Feb 16, 2006

Seguimos matando policías desarmados

Vicente Massot se pregunta quién se acuerda de Cabezas (no se olviden de):

Los incidentes que culminaron, la semana pasada, con el asesinato de un joven suboficial de la policía de Santa Cruz, en la localidad de Las Heras, admite, a mi juicio, distintas interpretaciones independientes entre sí, aunque, a la vez, complementarias. La primera, de la cual se han hecho eco todos los medios periodísticos en estos días, es la que toma en cuenta la reacción salvaje en contra de una comisaría y la saña puesta de manifiesto a expensas del cabo Jorge Alfredo Sayago.

El gobierno obró, inicialmente, con arreglo a un libreto ya conocido: incapaz de hallarle explicación al problema, apeló al conspiracionismo. Es, por supuesto, una forma de distraer a la opinión pública y, paralelamente, de ganar tiempo a la espera de que se encuentre a los culpables o, como de ordinario sucede en la Argentina, que el incidente pierda presencia en los medios y se evapore casi sin dejar rastros. Al fin y al cabo ¿quién se acuerda de Cabezas? Nadie que no sea su familia.

Tal cual lo hemos dicho en otras oportunidades, en nuestro país la muerte de una persona tiene, en punto a sus consecuencias políticas, distintas categorías. No es lo mismo llamarse Kosteki o Santillán, formar parte de un grupo insurreccional urbano y morir baleado por la policía en el Puente Pueyrredón, que llevar por apellido Sayago, ser miembro de una fuerza de seguridad santacruceña y resultar asesinado en un lejano pueblo patagónico. La mencionada asimetría no resulta una cuestión moral. Es específicamente política. Lo cual no significa que si Sayago hubiese sido abatido en el Gran Buenos Aires Kirchner habría tenido que adelantar las elecciones —a igualdad de Eduardo Duhalde— y pensar en un sucesor.


Carlos Mira se pregunta y ahora qué:

Un Estado que no sea capaz de entregar a su gente una sensación de tranquilidad y de que las cosas serán resueltas de acuerdo a la ley y, fundamentalmente, al sentido común, no es un Estado. Cuando el Estado entrega a grupos civiles el uso de la fuerza y de las armas, la vida en sociedad se transforma en una anarquía indomable en la que pierden los más débiles y, generalmente, los honrados y los cumplidores de la ley.

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