May 27, 2006

Más de los liceos militares

Más sobre el cierre de los liceos militares en la editorial de La Nación de hoy. Sinceramente no entiendo. Pero lamentablemente creo que no hay mucho para entender. Se trata de una cuestión ideológica, no de una decisión racional. Es un horror, pero los argentinos siempre estamos dispuestos a inmolar el país en la hoguera ideológica:

El cierre de los liceos militares


Mediante un plumazo virtual o poco más, el Ministerio de Defensa resolvió sacar de su órbita a nueve institutos de enseñanza secundaria caracterizados por ser internados con régimen castrense, denominados liceos militares, y convertirlos en colegios comunes. Constituye una determinación no sólo intempestiva y opinable, sino también sospechable de configurar otro acto de ingrata provocación.

Los liceos militares no son una creación argentina, aunque aquí empezaron a ser creados hace más de cincuenta años. En los Estados Unidos, por ejemplo, donde se los llama escuelas militares (military schools), los más antiguos datan de mediados del siglo XIX y a ninguna autoridad se le ha ocurrido inferir que esa clase de educación pudiere ser impropia de la corta edad del alumnado.

Aquí, el más antiguo de esos establecimientos es el Liceo Militar General San Martín, fundado en 1939 y de cuya calidad de enseñanza bastaría para dar fe el hecho de que entre sus egresados cuenta a una figura política que llegó a la presidencia de nuestra República: Raúl Ricardo Alfonsín. Completan esa nómina otros cinco liceos militares, dos navales y uno aeronáutico, al margen de que en Salta funcionó durante varios años un liceo naval femenino. Los egresados de esos establecimientos -en su mayor parte han seguido carreras civiles- obtienen el respectivo título secundario tras haber cursado planes de estudios aprobados por el Ministerio de Educación, y el grado de subtenientes, guardias marinas o alféreces de reserva.

No obstante esos antecedentes, la ministra de Defensa se preguntó: "Si el Ministerio de Educación no tiene escuelas a su cargo, ¿por qué debe tenerlas el de Defensa?". Se trata de un argumento, si se quiere, falaz: esta última cartera -o las Fuerzas Armadas, cuando de ellas dependían- tiene jurisdicción sobre los liceos en tanto "propietarios" de ellos, tal como otros establecimientos educacionales dependen de la Iglesia Católica, de otras confesiones, de diversas colectividades o hasta de entidades deportivas. De acuerdo con ese razonamiento ministerial, pues, sería factible que el día de mañana se les negase tal derecho a esas instituciones, esgrimiendo el mismo argumento que ahora exhibe la titular de Defensa.

Más de medio siglo de tradición educativa impecable serán desperdiciados -justo cuando el Gobierno está empeñado en una acción de fondo para mejorar la educación- sobre la base de ese pretexto y de otro igualmente discutible. La ministra dice no creer en la educación militar a esa edad. Es un criterio absolutamente respetable en cuanto a ella respecta, pero que no debería ser impuesto sí o sí a quienes prefieren optar voluntariamente por lo contrario.

Miles de padres han enviado o aspirarían a enviar a sus hijos a los liceos militares, animados por la convicción de que allí se imparte una buena educación, pero, al parecer, ahora el Ministerio de Defensa ha entendido que tiene la facultad de juzgar ese criterio y lo está tildando de por lo menos equivocado, al mismo tiempo que les impone a los padres renunciar al régimen educativo que eligieron de buena fe, en forma voluntaria y sin imposiciones mediante.

Mal que nos pese, esta medida genera, pues, la hiriente sensación de que el Gobierno incurre en otro acto que no se condice con las modalidades propias de la democracia y del respeto por las libertades individuales. Y siguiendo el mismo hilo de razonamiento, detrás del mero acto administrativo cabría intuir una larvada e inadmisible intención provocativa que, por supuesto, tendría por blanco exclusivo a las Fuerzas Armadas, institución que, según salta a la vista, desde que asumió el actual gobierno, parece ser el objeto esencial de la animadversión y del espíritu revanchista de nuestras autoridades políticas, pese a los valorables esfuerzos que han hecho sus integrantes en los últimos años en materia de autocrítica y de integración a la vida democrática.

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