Feb 23, 2009

Emergencia sanitaria

El petiso Alejandro Vidal tenía unos años más que nosotros y cursaba las últimas materias de arquitectura. Algunos compañeros, siempre hay gente mala, decían que de tan petiso que era nunca se podía estar seguro de si tenía mal aliento u olor a pata. Ese verano se había conseguido un trabajo a la noche como adicionista en El Conde, un restaurant familiar muy conocido de la calle Crisóstomo Álvarez, para ir tirando hasta conseguir alguna pasantía en un estudio.

Lo íbamos a visitar seguido para aprovechar el aire acondicionado y, si teníamos suerte, ligar un cortado gratis. Esa noche había ido yo solo y estábamos sentados charlando en la mesa donde se preparaban las adiciones. Había poca gente.

Cerca de las diez llegó Don Domingo Lunesmarte, alias “El Eléctrico”. Un personaje de aquellos. Don Lunesmarte era un solterón de alrededor de 70 años, jubilado del Banco Nación, que vivía en una vieja casona tipo chorizo que le había dejado su madre. Iba a cenar muy seguido. Siempre se vestía de punta en blanco, invierno y verano. Traje de lino blanco, camisa blanca, corbata de color claro, tiradores, sombrero panamá blanco, zapatos del mismo color, peinado a la gomina. Los mozos le decían “el eléctrico” porque de tan formal que era se movía como si le hubieran dado cuerda.

Se sentaba invariablemente en la misma mesa, contra la pared, a la mitad del enorme salón del restaurant. Después de tantos años de ir a cenar día de por medio, era casi parte del mobiliario.

Al poco tiempo lo vemos pasar en dirección a los baños, en el fondo del salón, con su consabido "buenas noches, jóvenes".

“Buenas noches, Don Lunesmarte”. Y seguimos charlando.

En un momento dado miro hacia la mesa de Don Domingo y veo que se le enfriaba el plato de ravioles con estofado. “Che, Alejandro, para, ¿lo viste al eléctrico? Se le enfría la comida". Nos fijamos pero no lo veíamos por ningún lado. Le preguntamos al mozo que lo había atendido y nada. Hasta que llegamos a la conclusión que debía seguir en el baño.

“Vení, acompañame, no vaya ser que le haya pasado algo".

Entramos al baño de hombres, no había nadie, pero notamos que la puerta de uno de los reservados estaba cerrada. El petiso Vidal se acerca y golpea: “¿Don Lunesmarte?"

Nada. Golpea un poco más fuerte: “Don Lunesmarte, ¿está ahí?"

Se escucha una vocecita: “sí, sí…”

“¿Está bien?”

“Sí, sí…”

“¿Necesita algo, Don Lunesmarte?”

“No, no, ya salgo…”

Pero la puerta no se abría.

“Mire que se le enfrían los ravioles. No se haga problema que se los hago recalentar”.

“Sí, sí, ya salgo…”

Y nada.

Yo honestamente ya estaba muy preocupado, pensé que le había dado un ataque o se había caído.

El petiso Vidal insistía. Después de todo, era la máxima autoridad en el restaurant. “¿Le alcanzo un rollo de papel higiénico, Don Lunesmarte?”

Al final, ante la insistencia del petiso, se abre la puerta del reservado y aparece Don Domingo.

Creo que logramos guardar la compostura del shock. El Eléctrico tenía el costado izquierdo de la cara, el hombro del mismo lado y parte del pantalón cubierta de una sustancia marrón con la consistencia y la apariencia del dulce de leche, aunque sin su bouquet.

Mierda. Don Domingo Lunesmarte, alias El Eléctrico, estaba cubierto de mierda. Lo que se dicen una verdadera cagada.

Después de varios minutos de silencio, escucho que el petiso Vidal le pregunta “¡Don Lunesmarte, ¿qué le pasó?!”.

Don Domingo nos cuenta con una vocecita de cordero degollado que en plena degustación del plato de ravioles le había hecho efecto la compota de ciruelas que había comido a media tarde. No tuvo más remedio que dirigirse lo más raudamente posible al baño público, situación que trataba de eludir siempre que podía. Aparentemente en el apuro no se dio cuenta de que el lado izquierdo de los tiradores había quedado dentro del inodoro.

Cuando se subió los pantalones e intentó pasarse los tiradores, sobrevino la catástrofe.

“Imagínense que no puedo salir así. Qué va a decir la gente en el salón”.

Al final, tuve que ir a su casa a buscarle una muda de ropa mientras él esperaba sentado en el inodoro, trancado en el reservado. Cuando volví se lavó como pudo y se cambió, mientras yo hacía guardia en la puerta del baño.

Al plato de ravioles no lo terminó, pero el petiso Vidal tuvo la delicadeza de escribir “cortesía de la casa” en la adición.

Era lo menos que podía hacer por un habitué, creo yo.

5 comments:

  1. ¡Che! ¡Justo estaba comiendo membrillo con queso!

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  2. ¡¡¡Muy buen relato!!! Muy vívido y lo suficientemente chancho como para que me fascine. ¡¡¡Queremos más!!!

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  3. Muchas gracias, Don Enmasca, viniendo de usted me pongo ancho como alpargata de changador.

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  4. Geniaaal! Todavía me estoy riendo...
    Me imaginé toda la situación y me divertí mucho, porque es tragicómico.

    Hace muchos años, en una empresa donde trabajaba, un compañero me decía "Escato" por mi gusto y afición a los cuentos e historias como ésta.
    Me encantan las notas de color... Ja ja ja!

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