Con la democracia se viaja

A veces me pregunto si los argentinos no llevan el estatismo y el amor por la burocracia en los genes.

Un ejemplo muy menor pero no por eso menos ilustrativo.

Ayer me acordaba de una de mis primeras (y últimas) actuaciones políticas no partidarias. En los primeros años de los gloriosos y dignos 80, mis compañeros de secundaria decidieron elegir una comisión para encargarse de recaudar y administrar los fondos para el viaje de estudios de quinto año.

Se decidió utilizar el método de mano alzada (ahora que lo pienso, muy reminiscente del “voto cantado” anterior a la Ley Sáenz Peña, todo muy conservador) e ir registrando los resultados en el pizarrón. No existían ni candidatos ni cargos predefinidos, se podía votar por cualquier compañero para cualquier cargo.

Al final del acto electoral, la fiesta de la democracia, nos encontramos con que de los 19 alumnos de la división, 10 ocupaban cargos en la comisión. Había presidente, vicepresidente, secretario, vicesecretario, tesorero, vicetesorero, vocales, vocales suplentes, etc.

Aprovechando que me acababan de elegir secretario, y antes de que se extinga el fervor republicano, traté de explicar que no tenía sentido tener a más del 50% de los alumnos en una comisión (la alegoría de los remeros y el capitán, los indios y el cacique, etc.) y propuse limitar el número de cargos a tres, como máximo: presidente, secretario y tesorero.

Para evitar reacciones corporativistas por parte de los compañeros que debían tomar el retiro voluntario debido al ajuste en el sector público del curso, propuse también declarar nulo de nulidad absoluta el último acto electoral y volver a votar para elegir a los que iban a ocupar los tres nuevos cargos.

Para mi sorpresa, la mayoría estuvo de acuerdo y volví a ser elegido secretario. Cargo que resultó ser un bodrio total, me la pasaba escribiendo en el libro de actas. Pero no me importó, me lo tomé como un deber cívico y mi contribución personal a las instituciones de la República escolar.