Como dice Ayalgueru, el autor de la columna de La Nación siente nostalgia “por el fin de un tipo de vida superior, más sofisticado, civilizado, culto, creativo y gentil”.
Lo más llamativo de todo es que millones de personas en Europa (y en tantos otros lugares) sigan convencidas de que es posible vivir indefinidamente por encima de sus posibilidades, de que estas cosas no tienen costos, el equivalente político de un señor de 50 y pico que todos los 5 de enero sigue dejando los zapatitos para los Reyes Magos y agua y pastito para los camellos.
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