Muchos argentinos (demasiados, si me preguntan a mí) sienten un enorme entusiasmo por todo lo que tenga que ver con la antimodernidad. Y lo más interesante de todo es que la defensa de la antimodernidad siempre viene con pretensiones de ser vendida como vanguardia.
Lo digo más descriptivamente que como juicio de valor, a pesar de que no lo comparto. Porque, al final de cuentas, todo el mundo tiene derecho a vivir como mejor le venga en ganas o como se sienta más cómodo.
Eso sí, después a no sorprenderse de los resultados. Toda elección implica una pérdida. Si los argentinos, por acción u omisión, eligen la Rusia de Putín, la Venezuela de Chávez o el Irán de Almeja no se puede sentir defraudados si viven en un país sin la calidad de vida y la libertad de Canadá, España o Australia.
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