Cuenta un viejo chiste que un señor se encuentra con un amigo en la calle y le comenta que se siente muy mal porque desde hace un tiempo se hace pipi encima. Le cuenta que ya vio a muchos especialistas y que nadie acierta en solucionar su problema. El amigo le recomienda un psicólogo muy bueno y le sugiere que lo vaya a ver. A los pocos meses se encuentran de nuevo y el señor le cuenta que le fue fantástico con el nuevo medico, ahora no sólo se hace pipi sino que además se hace popó encima, pero ya no le importa.
De la misma manera, desde diciembre de 2001 la Argentina no sólo ha agravado dramáticamente los mismos problemas de antes, sino que además ha creado una serie de problemas adicionales de muy difícil solución, pero ya no nos importa. Hemos decidido que la realidad es lo que nosotros hacemos de ella. No en el sentido racionalista, en el que el hombre con trabajo y sacrifico es capaz de modificar su entorno natural, sino en el sentido mágico premoderno, según el cual sólo basta desear algo para que se haga realidad. Fieles seguidores del realismo mágico, hemos hecho realidad el viejo lema de los estudiantes parisinos, la imaginación al poder. Como la imaginación no tiene limites, estamos condenados al éxito.
La gran mayoría de argentinos tienen en claro en qué tipo de país quiere vivir. Es probable que si se hace una encuesta el respecto, la respuesta abrumadora sea algún país del primer mundo como Francia, España, Italia, Australia, Canadá o EEUU. El problema no es tanto el proyecto de país sino lo que estamos dispuestos a hacer para lograrlo. Básicamente podríamos dividir a la opinión pública argentina en tres grupos, dependiendo del modelo de país que persiguen y los medios para lograrlo. Estas divisiones son verticales, no están relacionadas con el nivel de ingresos, educativo o social, ni con el pensamiento político.
En primer lugar, hay aproximadamente un 20% - 30% de la población que aspira a vivir como el primer mundo con conductas de primer mundo. Al igual que en la actualidad en países como España, Italia, Portugal, Grecia, Corea, Taiwán o los del Este Europeo, en este grupo de personas existe una aceptación casi plena de los costos y los beneficios de la modernidad. Este grupo incluye en gran medida, pero no se limita a lo que se conoce como la “clase media competitiva”, profesionales, con conocimientos de idiomas, exposición al mundo, que podría trabajar en cualquier parte del mundo y que constituyen “bienes transables” internacionalmente.
Un segundo grupo de aproximadamente 10% - 20% de la población aspira a vivir como el tercer mundo. Al igual que los talibanes, el presidente venezolano Chávez, Fidel Castro, Saddam o Corea del Norte, existe un rechazo liso y llano a la modernidad, a sus costos y a la mayoría de sus beneficios, a los que no se considera realmente como tales. El modelo a seguir es Cuba, la Venezuela de Chávez o el Irak de Saddam. En su forma más pura, este grupo está representado en el país por la izquierda extrema o los grupos piqueteros.
Un tercer grupo de un 60% - 70% de la población aspira a vivir como en el primer mundo, al igual que el primer grupo, pero con conductas del tercero. Al igual que en prácticamente todos las sociedades subdesarrolladas del mundo, la idea es que es perfectamente posible disfrutar de los beneficios de modernidad sin ser parte de ella ni pagar sus costos. Se trata de la versión local del “desarrollo con siesta”. Esto es ni más ni menos lo que representa el “modelo” actual de país.
El problema no está en los dos primeros grupos. Si definimos la racionalidad como la consistencia entre objetivos realizables y los medios para alcanzarlos, los dos primeros grupos son racionales. Podemos estar o no de acuerdo con los objetivos, pero no hay inconsistencias entre objetivos y medios. Esas personas saben perfectamente lo que quieren y esta dispuestas a hacer lo necesario para conseguirlo. Es posible argumentar si realmente están dispuestos a vivir con las consecuencias de su elección, pero la elección es clara.
Al igual que en casi la totalidad de los países del tercer mundo, el gran problema reside en el tercer grupo. Existe una enorme inconsistencia entre lo que se quiere lograr y los medios que se utilizan. Esto no es propio de Argentina, es común a todas las sociedades subdesarrolladas del mundo, como las de Latinoamérica, Asia y Africa. Lo que quedó al desnudo en especial desde diciembre del 2001, fue que nuestra sociedad no es demasiado distinta a la de muchos otros países que les va como a nosotros. Es cierto que tenemos problemas de dirigencia, pero el principal escollo está en nosotros. Debemos admitir que nos equivocamos cuando pensamos que habíamos aprendido la lección. No se trata de algo racional, se trata de valores culturales, de una actitud ante la vida. Es muy difícil combatir la irracionalidad con hechos.
En este sentido, para gran parte de nuestra sociedad, incluyendo muchos expertos, aparentemente es posible alternativamente el desarrollo sin crecimiento económico o el crecimiento económico sin inversión; las inversiones deben realizarse sin afán de lucro y es posible generar un clima propicio para las inversiones sin derecho de propiedad. Hemos redescubierto el maravilloso principio de que si los ignoramos, nuestros problemas desaparecen, incluyendo las deudas. Ni siquiera hay conciencia plena de que nuestros actos tienen consecuencias ni costos, por lo tanto después las circunstancias nos caen como un mazazo en la cabeza. En definitiva, para “la nueva realidad argentina” todas estas cosas son gratis y las restricciones del mundo físico no aplican en el territorio del país.
Culturalmente, existen ciertas políticas que son “políticamente correctas”, en el sentido de que cuentan con la adhesión incondicional e irreflexiva a lo largo del tiempo de la mayoría de la sociedad argentina y a las que tarde o temprano siempre volvemos. Entre ellas, es posible mencionar a grandes clásicos populares como las nacionalizaciones, el antinorteamericanismo, el clima de anomia, el estatismo paternalista, el dirigismo económico y político, la arbitrariedad, la discrecionalidad, la abierta hostilidad hacía las políticas de mercado, la preponderancia de lo “social” sobre lo individual, de la distribución sobre la generación; la visión de la riqueza principalmente como algo estático que se transfiere y no como algo dinámico que se genera. Para amplios sectores del país es claramente preferible fracasar haciendo lo “políticamente correcto” que tener éxito haciendo lo “políticamente incorrecto”. Las mismas personas de gran sensibilidad social que denunciaban al gobierno por un supuesto “genocidio económico” durante la década del 90 guardan un prudente silencio en la actualidad, con indicadores de pobreza e indigencia varias veces peores.
La profunda inconsistencia entre los objetivos declarados y los medios para lograrlos hace que prácticamente estemos condenados al fracaso. Es poco probable que lleguemos a Rosario si tomamos la ruta 2 a Mar del Plata. Como es comprensible, fracasar una y otra vez cuando estamos convencidos de que estamos haciendo todo lo correcto genera una enorme frustración, que a la vez hace surgir mecanismos para mitigarla. Uno de ellos es el culto al fracaso. En Argentina, uno de los peores pecados que se pueden cometer es el éxito. Mientras que en países normales se debe justificar el fracaso, entre nosotros constituye el valor por defecto, el supuesto dado, y lo que se debe justificar es algún grado de éxito. El mero hecho de que a pesar de todo lo que pasó desde diciembre del 2001 haya muchísima gente que considere que está todo fantástico habla muchísimo de cómo somos como sociedad.
Es hora de tomar conciencia de que nos encontramos en la misma trampa del subdesarrollo que tantos otros países que les va como a nosotros. Nuestra situación no tiene nada de especial en ese sentido. El primer paso para solucionar un problema es admitir que se tiene uno. Si seguimos pensando que nosotros estamos en el camino correcto y que la culpa es una conspiración internacional orquestada por el neoliberalismo y sus lacayos locales para evitar que Argentina tenga el destino de gloria que se merece, es muy difícil que alguna vez empecemos a transitar el camino correcto.
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