La ciudad ha empezado su sueño hace rato.
Los autos cesaron con sus ruidos.
Comienza a sonar Bernard Herrmann de fondo.
El silencio deja de serlo y se convierte en poesía.
El sabor a Marlboro y la humedad de la Corona.
Las cenizas quedan arrinconadas por ahí.
En mi escritorio, las ventanas de par en par.
Sigo acá aunque tan sólo queda mi cuerpo,
porque mi imaginación, tan insolente, tan inconsciente,
desafía a la noche, al frío y a la oscuridad,
haciendo lo que mi humanidad se niega a hacer.
Olvidarme de la puerta, salir volando por esa ventana.
Y me dejo llevar por la brisa gélida de la noche,
tratando de elevarme muy alto.
Pensé en pedirle un consejo a la luna,
pero debo acercarme para que nadie nos escuche.
Me habla de sueños que debo convertir en realidad,
pero no hay trato, a cambio me pide mucho.
Y emprendo mi viaje de vuelta, aprovechándome de una nube,
que de buenaza que es, se deja arrastrar por el viento.
En el trayecto, veo la ciudad desde el cielo,
cayendo en la cuenta de lo insignificantes que somos allá abajo.
Opinadores compulsivos perdidos entre nuestros problemas.
Y vuelvo por la ventana.
Me acomodo en mi sillón.
Abro los portales y leo esos apellidos otra vez.
Bin Laden, Kirchner, Moyano, Cristina, Solanas.
Un último sorbo a mi Corona y pienso.
¿Por qué si la basura todos los días es distinta,
siempre pero siempre, tiene el mismo olor?
Los dejo con el tema de Bernard Herrmann.
Buenas noches.
Muy bueno, J.
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