Aug 12, 2011

Años de dogma progresista han prohijado una generación de jóvenes amorales, sin educación, dependientes de la beneficencia y brutalizados

Otra traducción del Mayor Payne, que está haciendo un trabajo fantástico. El artículo en inglés está acá.

Años de dogma progresista han prohijado una generación de jóvenes amorales, sin educación, dependientes de la beneficencia y brutalizados

Por Max Hastings

Unas pocas semanas después de que la ciudad norteamericana de Detroit fuera devastada por los disturbios raciales de 1967 en los que 43 personas murieron, fui llevado en un recorrido por las áreas arrasadas por un periodista negro llamado Joe Strickland.

Él dijo: “No creas todas esas cosas que la gente de acá le dicen a los tipos de los medios sobre lo apenados que están de lo que pasó. Cuando se hablan los unos a los otros, dicen: '¡Qué gran incendio, hombre!'“

Estoy seguro de que eso es lo que muchos de los jóvenes manifestantes, tanto negros como blancos, que estuvieron quemando y saqueando en Inglaterra durante las últimas y estremecedoras noches piensan hoy.



Fue divertido. Hizo que la vida fuera interesante. Hizo que la gente los notara. Como le dijo una saqueadora a un periodista de la BBC, le mostró a “los ricos” y a la policía que “podemos hacer lo que queramos”.

Si usted vive una vida normal de absoluta futilidad, como la que podemos asumir que vive la mayoría de los manifestantes de esta semana, la emoción de cualquier tipo es bienvenida. Las personas que arrasaron extensiones de propiedad, quemaron vehículos y aterrorizaron comunidades no tienen una brújula moral que los haga susceptibles a la culpa y la vergüenza.

La mayoría no tiene trabajos a los que acudir o exámenes que puedan aprobar. No conocen ningún modelo familiar a seguir, porque la mayoría vive en casas en donde o el padre está desempleado, o del que ha huido.

Son iletrados e incapaces de hacer las operaciones básicas, más allá quizás de alguna habilidad con los juegos de computadora y los BlackBerries.

Son en esencia bestias salvajes. Uso esa frase con conocimiento de causa, porque parece apropiada para jóvenes privados de la disciplina que podría hacerlos capaces de ser empleados; de la conciencia que distingue entre el bien y el mal.

Responden sólo a impulsos animales instintivos - comer y beber, tener sexo, tomar y destruir la propiedad accesible de los demás.

Su comportamiento en las calles se pareció al del oso polar que atacó un campamento turístico noruego la semana pasada. Estaban haciendo lo que les venía naturalmente y, a diferencia del oso, nadie siquiera les disparó por ello.

Un antiguo jefe policial de Londres habló hace algunos años acerca de los “niños silvestres” en su distrito - otra forma de describir la misma realidad.

La deprimente verdad es que en la base de nuestra sociedad hay una capa de jóvenes sin habilidades, educación, valores o aspiraciones. No tienen lo que la mayoría de nosotros llamaría “vidas”: simplemente existen.

Nadie se ha atrevido a sugerirles que necesitan sentir alguna lealtad hacia algo, menos que menos a Gran Bretaña o a su comunidad. No ven las bodas reales, ni se enteran de los eventos deportivos ni se enorgullecen de ser londinenses o liverpulianos o birminghense.

No sólo no conocen nada del pasado de Gran Bretaña; no les importa nada de su presente.

Encuentran su ser sólo en los juegos de video y las peleas callejeras, el uso casual de drogas y el crimen, a veces modesto, a veces serio.

Las nociones de trabajar de 9 a 5, de casarse y quedarse con una esposa e hijos, de hacer cursos de “hágalo usted mismo” o aprender a leer correctamente, están más allá de sus imaginaciones.

La semana pasada, me encontré con una trabajadora de caridad que está tratando de ayudar a una adolescente del este de Londres a labrarse una vida para ella misma. Hay una dificultad, empero: “Su madre quiere que ella se dedique a revolear la cartera”. Mi amiga explicó: “Es por el dinero, claro”.

Ha existido una clase marginal durante la historia, que alguna vez sufrió privaciones espantosas. Sus espasmódicos arrebatos de violencia, en especial a comienzos del siglo XIX, asustaron a las clases dominantes.

Sus frustraciones y pasiones eran mantenidas a raya mediante la fuerza y castigos legales draconianos, sobre todo la pena capital y el envío a las colonias.

Hoy, aquellos que están en el fondo de la sociedad no se comportan mejor que sus ancestros, pero el Estado de Bienestar los ha liberado del hambre y de las necesidades reales.

Cuando los estudios sociales hablan de “privación” y “pobreza”, esto es completamente relativo. Mientras tanto, las sanciones por el mal comportamiento han casi desaparecido.

Cuando el secretario de Trabajo y Pensiones Iain Duncan Smith le pidió hace poco a los empleadores que contrataran más trabajadores británicos y menos inmigrantes, su pedido fue recibido con carcajadas.

Toda empresa en el país sabe que un europeo oriental, por ejemplo, primero se molestará en concurrir; segundo, trabajará más duro; y tercero, tendrá mejor educación que su contraparte británica. ¿A quién culpamos por este estado de cosas?

Ken Livingstone, despreciable como siempre, declaró que los disturbios fueron resultado de los recortes de gastos del Gobierno. Esto recuerda los dichos del entonces líder del Concejo de Lambeth, “Ted el Rojo” Knight, quien dijo luego de los disturbios de Brixton en 1981 que la policía en su barrio “equivalía a un ejército de ocupación”.

Pero no va a servir de nada afirmar que el comportamiento de los revoltosos refleja circunstancias de privación o persecución policial.

Es cierto que pocos tienen trabajos, aprenden algo útil en la escuela, viven en hogares decentes, comen a horas regulares o sienten lealtad a algo que esté más allá de su pandilla local.

Esto no es, empero, porque sean víctimas del maltrato o la negligencia.

Es porque es fantásticamente difícil ayudar a esas personas, jóvenes o viejas, sin imponerles un grado de compulsión que la sociedad moderna halla inaceptable. Estos chicos son lo que son porque nadie los hace ser algo distinto o mejor.

Un factor clave en la delincuencia es la falta de sanciones efectivas que la disuadan. Desde una edad temprana, los niños silvestres descubren que pueden matonear a sus compañeros en la escuela, insultar a la gente en las calles, orinar afuera de los pubs, tirar basura por las ventanillas de los autos, poner las radios de los autos a volúmenes ensordecedores, y, de hecho, cometer ataques casuales con sólo una insignificante perspectiva de recibir un reproche, ni hablar de retribución.

John Stuart Mill escribió en 1859 en su gran ensayo “Sobre la Libertad”: “La libertad del individuo debe ser por tanto limitada; no debe convertirse en una molestia para las demás personas.”

Sin embargo todos los días en todas partes del país, este principio vital de las sociedades civilizadas es roto con impunidad.

Cualquiera que reproche a un niño, ni hablar de a un adulto, por tirar basura, hacer alboroto, cometer vandalismo o manejar sin consideración recibirá a cambio un torrente de obscenidades, cuando no violencia.

¿Entonces quién tiene la culpa? La destrucción de las familias, la promoción perniciosa de la maternidad soltera como un estado deseable, la decadencia de la vida familiar a tal punto que incluso las comidas compartidas son una rareza, han todas contribuido de manera importante a la condición de la clase marginal joven.

La industria de la ingeniería social se une para afirmar que el patrón convencional de la vida familiar ya no es válido.

¿Y qué hay de las escuelas? No creo que se las pueda culpar por la creación de una cultura grotescamente autoindulgente e incapaz de juzgar.

Esto ha sido en última instancia sancionado por el Parlamento, que se niega a aceptar, por ejemplo, que los niños tienen más posibilidades de prosperar con dos padres en vez de uno solo, y que la cultura de la dependencia es una tragedia para aquellos que reciben algo a cambio de nada.

La Justicia se vuelve cómplice de los servicios sociales y de abogados infinitamente ingeniosos para afianzar los derechos del criminal y del agresor por sobre los de los ciudadanos que respetan las leyes, especialmente si un joven delincuente está involucrado.

La policía, en años recientes, ha desarrollado una reputación de ignorar el gamberrismo y el matonismo, e incluso de ponerse de parte de los gamberros contra los que protestan.

“El problema”, dijo Bill Pitt, el antiguo jefe de la Unidad de Estrategia para Molestias de Manchester, “es que la ley parece estar ahí para proteger los derechos del perpetrador, y no asiste a la víctima”.

La Policía arresta regularmente a propietarios de viviendas que se considera que han tomado acciones “desproporcionadas” para protegerse a sí mismos y a sus propiedades de ladrones e intrusos. Se difunde el mensaje de que los criminales tienen poco que temer de “los federales”.

Los datos publicados a comienzo de este mes muestran que una mayoría de los delitos “menores” (que incluyen el robo a viviendas y el robo de automóviles, y que causan perturbaciones serias a sus víctimas) nunca son investigados, porque las fuerzas piensan que es demasiado improbable que atrapen a los perpetradores.

¿Cómo inculcar valores en un niño cuyo único modelo a seguir es el futbolista Wayne Rooney, un hombre desprovisto hasta de las más magras gracias humanas?

¿Cómo persuadir a los niños a dejar las malas palabras cuando es casi lo único que escuchan de boca de las estrellas en la BBC?

Un maestro, Francis Gilbert, escribió hace cinco años en su libro “Nación de Gamberros”: “El público siente que ya no tiene el derecho de interferir”.

Hablando acerca de las dificultades para imponer sanciones por mal comportamiento o vagancia en la escuela, describió el caso de una alumna a la que retó por no cumplir a tiempo con ninguna de sus tareas.

La madre de la joven, una trabajadora social, lo llamó y le dijo: “Amenazar con echar a mi hija de los cursos para los exámenes de nivel A porque no hizo algo de trabajo se acerca al abuso psicológico, y hay legislación que previene esa clase de amenazas”.

“Creo que usted está tratando de lesionar el bienestar mental de mi hija, y podría tomar acciones... si no se anda con cuidado”.

Esa historia tiene horrendos visos de verdad. Refleja una sociedad en la que los maestros han sido privados de su derecho tradicional a arbitrar en el comportamiento de los alumnos. Desprovistos de poder, a la mayoría le cuesta mucho mantener el respeto, ni hablar del control.

Nunca disfruté la escuela, pero, como muchos chicos hasta tiempos bastante recientes, hacía la tarea porque sabía que se me castigaría si no lo hacía. Nunca se les hubiera ocurrido a mis padres no hacer valer la autoridad de mis maestros. Esto podría haber sido injusto para algunos alumnos, pero era la forma en la que funcionaron durante siglos las escuelas, hasta la llegada de los demenciales “derechos de los alumnos”.

Hace poco recibí una carta de una maestra que trabajaba en una unidad de referencia estudiantil en un condado, en la que describe espantosas dificultades a la hora de imponer disciplina. Su única arma, contaba, era el derecho a marcar una cruz disciplinaria junto al nombre de un alumno por mal comportamiento.

Después de pedirle repetidamente y en vano a un alumno de 15 años que dejara de usar lenguaje obsceno, ella dijo: “Fred, si vuelves a usar ese lenguaje, te marcaré una cruz”.

Él respondió: “¡Márcame una puta cruz entonces!” Eventualmente, ella dijo: “Fred, tienes tres cruces ahora. Debes perderte tu próximo recreo”.

Él respondió: “¡No me voy a perder mi recreo, me voy a fumar un puto cigarrillo!” Cuando ella acudió a su administrador, él dijo: “Bueno, el chico está pasando por mucho en su casa ahora. No seas tan dura con él”.

Ésta es una historia que se repite día a día en escuelas de todo el país.

Hace un siglo, ningún niño se hubiera atrevido a usar lenguaje obsceno en clase. Hoy, algunos casi no usan otra cosa. Simboliza su desprecio por los modales y la decencia, y suele ser un anticipo de la delincuencia.

Si un niño carece del suficiente respeto como para dirigirse a figuras de autoridad de manera cortés, y no recibe castigos cuando no lo hace, entonces las otras formas de abuso (de la propiedad y de la persona) vienen naturalmente.

Así que ahí lo tenemos: una enorme, amoral y brutalizada subcultura de jóvenes británicos que carecen de educación porque no tienen voluntad de aprender, y de habilidades que podrían conseguirles un trabajo. Son demasiado vagos como para aceptar trabajos de mozos o de empleados domésticos, que es por lo cual casi todos esos trabajos están ocupados por inmigrantes.

No tienen códigos de valores que los disuadan de comportarse antisocialmente o, de hecho, criminalmente, y tienen pocas posibilidades de ser castigados si lo hacen.

No tienen sentido de responsabilidad hacia ellos mismos, mucho menos hacia los demás, y no esperan ningún futuro que vaya más allá de la siguiente comida, encuentro sexual o partido de fútbol por TV.

Son un peso muerto absoluto en la sociedad, porque no contribuyen en nada a la vez que le cuestan miles de millones al contribuyente. La opinión progresista sostiene que son víctimas, porque la sociedad ha fracasado en otorgarles oportunidades para desarrollar su potencial.

La mayoría de nosotros diríamos que esto es un sinsentido. En realidad, son víctimas de un ethos social pervertido que eleva la libertad personal al grado de un absoluto, y que le niega a la clase marginal la disciplina, el amor duro, que es lo único que les permitiría a algunos de sus miembros escapar del pantano de dependencia en el que viven.

Sólo la educación, junto con políticos, jueces, policías y maestros que tengan el coraje de forzar a los humanos silvestres a obedecer las reglas que el resto de nosotros ha aceptado durante todas nuestras vidas, puede darnos un camino hacia adelante y una salida para esas personas.

Son productos de una cultura que les da tanto incondicionalmente que los deja aprendiendo cómo convertirse en seres humanos. Mis perros se comportan mejor y participan de un código de valores más alto que los alborotadores de Tottenham, Hackney, Clapham y Birmingham.

A menos que o hasta que aquellos que conducen a Gran Bretaña introduzcan incentivos para la decencia e impongan penas por la bestialidad que hoy brillan por su ausencia, nunca habrá una escasez de jóvenes alborotadores y saqueadores como los de las últimas cuatro noches, para quienes sus monstruosos excesos fueron “un gran incendio, hombre”.

4 comments:

  1. buen articulo, max hardings es el papa de un amigo
    un ingles que vive aca (buenos aires). escribio un libro sobre churchill y la segunda guerra mundial muy bueno

    ReplyDelete
  2. Joe, qué suerte conocer al hijo de Max Hastings que es un conocido historiador y periodista inglés y que tiene entre sus obras traducidas al español:
    La Guerra de Churchill
    Armagedón; La derrota de Alemania
    Némesis: La guerra con el Japón
    La Otra Cara de la Moneda (Malvinas)

    Son todos interesantísimos.

    Mis saludos a tu amigo de parte de un gran admirador de su padre.

    ReplyDelete
  3. El artículo es espectacular y tremendísimo. Creo que aplica perfectamente a gran parte de Europa y a Argentina, no sé si aplicará para Estados Unidos.

    Honestamente no sé como se sale de todo esto.

    Andrés

    ReplyDelete

Note: Only a member of this blog may post a comment.