Don
Don era un muchacho común y corriente, empleado de una mueblería. Corrían sus años mozos cuando, al igual que a muchos tontulos de su edad, le picó la curiosidad por las drogas. Fumaba marihuana, tomaba alcohol en reuniones de amigos, probó alucinógenos, pero ninguna substancia lo convirtió en adicto. Todo cambió cuando probó cocaína. La cocaína le cambió la vida, y ninguna cantidad parecía ser suficiente. La droga de los ricos lo acercó a médicos, empresarios y abogados al principio. A la peor bosta después, cuando no le alcanzaba el dinero para comprar más. Se hizo amigo de los "dealers" y fue así como decidió formar parte de la banda que asaltaría la casa de un joyero el 19 de diciembre de 1980. Todo estaba planeado: entramos a la casa, sacamos un maletín con $100,000 y piramos en menos de 10 minutos. Alguien le dio una pistola a Don, que en su vida había empuñado un arma. Al llegar a la cocina se da con el dueño de casa, que lo recibe armado. Don se tira al piso y con la mano en la campera hace un disparo. El dueño de casa muere en forma inmediata.
La sentencia lee: "25 years to life in prision". Don va a parar a San Quintín y allí pasa sus días como preso ejemplar. El descarrilado muchacho se convierte en un hombre de bien en uno de los peores lugares de la tierra. Su legajo no tiene una mancha disciplinaria, y Don obtiene allí un título universitario y pasa sus días como consejero para otros prisioneros con problemas de adicción. Una vez transcurridos los 25 años, Don hace un pedido para que se le otorgue libertad condicional. Si a Don, que tiene en su carpeta recomendaciones de los guardias de la cárcel, no le otorgan libertad condicional, entonces no sé a quien le otorgan libertad condicional.
Pero el problema de Don no es Don. El problema de Don es Willie.